18/12/07

marinos

La nave zarpó silenciosa mientras
casi como de costumbre, amanecía una vez más.
No hubo pañuelos en alto
ni lágrimas contenidas en el muelle.
de hecho parecía tan desierto a espaldas de la nave
como el mar desierto por delante
como el cielo desierto por encima.
Aún así
los hombres a bordo permanecieron
apoyados en la baranda
mirando con ojos duros
como el aire fantasmeaba los techos
hasta que el horizonte hambriento
engulló de un bocado el puerto
y las casas
y la ciudad.
Luego levantaron la vista
hacia las velas saciadas de viento.

Partir siempre era una constante.
El viento parte, los soles, la sal
la piel de las manos,
el alma de los huesos,
la risa de los labios,
sólo quedan las ropas vacías
sombras de harapos sobre el mar
que nunca volverían –lo sabían-.
Permanecer, volver
originaba un ácido dolor que no callaba
amar era
deshacerse en besos
y sueños
que luego partían.

Nadie es dueño de las caricias
ni la mano que las provoca,
ni la piel que se adormece a ellas.

11/12/07

recuerdos vagos

Tengo vagos recuerdos del departamento de la calle Guisé.
La primera vez que su ascensor antiguo, enrejado, de madera y hierro me izó desde la planta baja hasta el tercero fue en su compañía, bajo su guía.
Los pasillos cerámicos blancos y negros recibieron mis pasos varias tardes, y enmudecieron cuando me alejé, varias madrugadas.
Nos habíamos cruzado la mirada varias veces en la oficina, nos habíamos atisbado con conversaciones cortas lo suficiente para tratar de estirar un día cualquiera el día laboral, y encontrarnos cuando el cielo ya se vistiera de noche.
Cuando llegamos caminando al parque de Palermo, un banco solitario apenas iluminado por un único farol (que jamás volví a encontrar), nos acunó por horas.
Aunque tengo vagos recuerdos del departamento de Guisé, aquella noche llegamos tarde, sin haber cenado afuera ni habernos detenido dentro del jolgorio de cualquier bar, para no tener más testigos, más intrusos que aquel farol solitario y aquel banco.
El piso de madera, la modesta simetría de los muebles, el calor de un febrero que entraba por todas las ventanas, la ansiedad contenida por el siguiente paso, el temblor de los movimientos, todo anunciaba una noche sin mayores fuegos artificiales que dos personas deseando conocerse durante toda la madrugada.
Su risa era ruidosa, imposible de atemperar de tan ancha y limpia. Y me la regaló en varios momentos, en compartidas confesiones, en incontables coincidencias.
La cena fue sin apuros, liviana y carente de agregados que pudieran entorpecer el natural devenir de los minutos. Nada tenía premura, nada estaba estipulado. Nada debía suceder más allá del preciso momento en que estaba sucediendo.
El aire bostezaba su aliento cálido ante nuestra conversación a media voz.
Recuerdo su mirada sonriente (porque los ojos a veces tienen miradas sonrientes) en el momento que, sin más naturalidad que la requerida para terminar de levantar los platos y cubiertos del mantel, hincó sus dientes en mi cuello sin pasión.
Con furia contenida.
Con delicada presión.
Con certera imprudencia.
-No me mires sorprendido porque no te voy a pedir disculpas- aclaró alegre e irreverente, movida más por sus entrañas que por su hemisferio izquierdo.
El balcón estaba coronado por las ramas de un árbol gigante de la vereda, que me asomé a respirar en su fresco goteo de las luces de la calle.
A mi espalda, terminó de lavar los platos en la cocina y apagó las luces.
Todas.
Quedando sólo iluminados por el reflejo azul metálico que se entrometía por las ramas del árbol.

Aunque los vagos recuerdos que tengo del departamento de Guisé no incluyan específicamente su dormitorio, sí puedo tener presentes las sábanas.
Blancas.
Alborotadas.

Y su pollera cayendo en lento vuelo, para quedar aburrida sobre el piso de madera.

29/11/07

partida

Subí al micro y me acomodé, me recosté en el asiento. Sentí la calidez del tapizado de inmediato; y allí estaba la ventanilla. Absolutamente muda, infinita, mía.
Miré sin ver una continua procesión de aconteceres ajenos, tratando de detenerme en alguno. Quizá una mano saludando con prisa, quizá alguna mirada que comenzara a extrañar, quizá una sonrisa que intentaba ocultar un llanto. Quizá el mundo partiéndose en dos, o en mil pedazos.
Por unos segundos la imaginé a ella viajando en su micro.
Haberla visto hasta hace apenas unos minutos, apenas dejar de ser ella y transformarse en alguien más. Sólo alguien más que viajaba en dirección contraria, alejándonos el uno del otro, observando también sin ver por su ventanilla, quizá con ojos húmedos.
Y volví a mí, a mi asiento cálido que se acomodaba a mi cuerpo como alguna vez se acomodó una espalda a mi forma, o yo a ella. Como se acomodó su boca a la mía.
Mi mano a su piel.
Mi espina a su risa.

Las partidas siempre son sublimes, agónicas. Sabiendo, sin querer saberlo, procurando evitar tomar conciencia de ello, que atrás quedarán , para no volver a verlas jamás, las calles caminadas, las sábanas arrugadas, las copas acariciadas. Las palabras oídas al pasar, lo olores paladeados hasta desmenuzar su origen.
El sol iluminando todo, todo, se dejaría allí y no se recuperaría jamás. Y es tremendo eso.
Dejar pedazos de uno mismo en rincones, en veredas, camas, platos que nadie intentará recuperar, y que uno mismo abandonará como descamándose la piel en ellos.

El primer sacudón del micro, el ansiado y a la vez maldecido primer movimiento de la partida deja la ahogada sensación de mudez indecible, de pérdida incondicional de todo aquello que quedará desparramado, esparcido sin más valor, como las gotas de café que quedan chorreando desde el borde de una taza.
Lágrimas en la lluvia.

Siempre son silenciosas las partidas, y no por falta de sonidos, sino por hermetismo del cerebro a registrarlos. El marchar debe ser incoloro, insípido. Inmaculadamente sordo.

El telón oscuro del otro lado de la ventanilla se fue opacando. Se completaban las ausencias de los sentidos: ceguera, mudez, sordera.
Ni siquiera el corazón latía.

Ni siquiera nada dolía.

17/11/07

después

Se alisó el cabello como tendiendo una ligera sábana, dejándolo caer suave, sumiso a su naturaleza, descansando en aquella posición en la que el aire le indujera ser.
Confió en ello y no hizo más retoques.
Entrecerró los ojos un segundo, casi dos, para luego abrirlos grandes –como dos ojos grandes- acomodando sus párpados a la luz que desde el ventanal pregonaba la claridad reinante en la vereda.
Se irguió lenta pero sin duda, como acomodando cada articulación, antes dislocada, relajada, derretida en un remolino de huesos, piel, líquidos y labios encontrados, para incorporarse con solemne atención de sus fuerzas.
Sus manos volaron abanicando el aire, inventando formas mientras besaban el espacio, ese que en un momento, lo sabía, se haría extenso. Irremediable, indefectible.
Salió un suspiro por su boca, para luego llenar los pulmones con aire ajeno, de ese que hay en todos lados, todos menos en la boca de él
Tragó nuevamente la última lágrima, pero la mantuvo en su paladar para ser acompañada por ella durante los próximos cuarenta o cincuenta pasos.
Giró. Miró de frente todo aquello que no deseaba ver, ásperos paisajes corrosivos, y se encaminó hacia ellos.
No volvió la vista (nunca lo hacía), pero sabía que en el sillón, detrás, dejaba sus entrañas.
Metió, cobijó sus manos en los bolsillos apretando sus uñas contra su piel, guardando las otras vísceras, esas que ahora ocupaban su interior, renovando con aquel trueque el universo escurrido en los labios de él.
Las voces de la vereda la recibieron corrompiendo sus oídos.
Caminó sabiéndose vacía –y llena, pero vacía- para entregarse una vez más (hasta cuándo..!!?) al mundo de los otros.

Aún sus manos se mantienen cerradas.
Allí vive él, e
n cada uno de sus espacios sellados.

11/11/07

Tren de madrugada

Las luces del vagón tiritaban tanto por costumbre como de frío.
Afuera las montañas, que no se veían pero que deberían estar ahí, miraban con ojos agrios la diminuta fila de luces que allá abajo se contorsionaban sacando chispas de los rieles.
El viaje había empezado hacía ya varias horas, y ahora, con los pasajeros dormidos y una brisa helada que se inmiscuía por grietas invisibles, se tornaba monótona y tediosa la incomodidad del asiento.
Me levanté para fumar mientras caminaba por los pasillos desvencijados de éste, el único medio que podía subir las cumbres hasta llegar a las ruinas incas.
Los pasajeros, parroquianos a los que el frío de los Andes ya había endurecido sus rostros desde la juventud, eran el resto de acompañantes en este viaje.
O casi.
Otra turista, distinguible por sus ropas de colores incisivos y ojos claros me miró acercarme, ovillada en su asiento.
Por esas cuestiones de procurar un aliado en los lugares o situaciones en los que, uno sabe, juega de visitante, murmuré un “hola” desconfiando del resultado.
Unos ojos pequeños, que ni siquiera parpadearon, me indicaron el camino hacia el asiento a su costado, del que tuve que despejar el revoltijo de bolsos y ropa que lo cubría para sentarme.
En un confuso inglés-español me habló con frases cortas, acercando su palma a la punta de su nariz enrojecida y helada.
Sus palabras era pausadas, leves, sin manifestar gran inquietud por hacerse entender, pero su mirada, cómplice y tibia, no dejaba dudas de que se sabía cómoda con la compañía.
Estaba viajando ya desde varios meses atrás, recorriendo tierras lejanas, irrisorias, en las que el tiempo se había detenido hacía ya varias décadas.
Yo, inquieto y curioso más por inconformidades que por certezas, viajaba por páramos alejados buscando un sentimiento primigenio, una premisa que me acompañara con más acierto durante mis días que la fútil incidencia de la luz de tubos y el cuello atorado por corbatas con que llenaba mis jornadas allá lejos, en una ciudad que había abandonado sin remordimientos.
En medio de una charla rodeada de silencios, pausas y suaves risas, nos fuimos envolviendo en el otro, con el otro, dentro del otro.
Compartimos un cigarrillo que ella pidió que le acercara a sus labios, con los que rozaba mis dedos postergando la bocanada.
El frío (o su excusa) más el cansancio de un viaje demasiado largo, había logrado en cada uno que pudiera entregarse sin más a un extraño en un mundo extraño y rodeado de demasiados extraños.
Debajo de la manta, que en algún momento ella tendió compartiendo su abrigo, su cuello buscó mi hombro.
En una noche helada, viajando cada uno en una búsqueda en la que prevalecía más el instinto que las convicciones, nos entibiamos en la confianza de hallar otro ser, tan irremediablemente exiliado de su propio mundo, como uno mismo.
Mientras conversábamos a poca distancia uno del otro, con voces apenas audibles, veía sus ojos pasear por mi rostro deteniéndose en mi boca.
Luego de horas de charla, el movimiento del vagón nos adormeció venciéndonos los párpados.

El resplandor de la mañana que penetraba irreverente por la ventanilla me despertó.
Traté de moverme y noté su brazo rodeando mi cintura y su cabello enturbiando mis ojos. Permanecí quieto, intentando no entorpecer su sueño ni el abrigo que nos procurábamos el uno al otro.
Mientras miraba la escenografía que se desplegaba, iluminada por los primeros rayos de la mañana, del otro lado de la ventanilla, medí en el abrazo su cuerpo diminuto ovillado contra el mío.
Despertó con un suspiro.
Sus ojos se fueron abriendo lentos y dibujaron una sonrisa leve cuando reconocieron los míos.
Al llegar a destino, un pueblo apenas visible debajo de tanta tierra y vientos de años, pocas palabras fueron necesarias para acordar buscar juntos un hotel, juntos una habitación.

Y juntos una cama.

7/11/07

no debo

A veces paneo por blogs desconocidos. Bah, no tanto, suelen ser los mismos siempre, y me entrometo cada tanto, no se, veinte o treinta días.
Siempre termino de leerlos y, sin hacer ningún comentario (porque no debo ), me quedo con un vacío de palabras.
Quisiera copiarlos, y hacer figurar un posteo cualquiera, realmente cualquiera porque todos, todos son impecables.
Tampoco lo hago porque no debo.
No sólo me fascino con las palabras, tengo que reconocer un sentimiento más intimo: las envidio.

Podría transcribir cualquier frase, cualquier oración de apenas cuatro palabras de alguno de esos blogs, y sentir que guardan un mundo dentro de ellas, pero no debo.
Podría dar data para que alguien los visite, pero tampoco. No debo.

Y siempre, también, termino con un pensamiento semejante: no escribo más.

Me avergüenza leerme y recorrer montones de palabras sin encontrar una fuerza interna en ellas.
Me enoja poder encontrarla en otras palabras, ajenas.
Porque si la puedo ver allá, significa que puedo, que tengo en algún rincón la capacidad de reconocerlas, pero de ahí a poder sentirla en estas, mis palabras...

Hace unas semanas, me recuerdo amanecer en una escalera de mármol escuchando los gorriones que se despertaban, junto a dos personas amigas, reconociendo precisamente esto: lo que digo no me dice lo que yo quisiera que me diga.
No tanto a quien –respetuosamente y, debo reconocerlo, con mucha sensibilidad- las lee.
Sino a mí.

Me irrito a mi mismo, reconociendo estos sentimientos.
Yo se que esas visitas a esos blogs me ponen en este estado, la cosa es que no lo evito, es totalmente ex profeso visitarlas.

Aunque se que no debo.

Y como no quiero desenojarme, no dejo habilitados los comentarios para este post.

4/11/07

diálogos

Una sombra se apoyó debajo de mí en la vereda.
Se quedó quieta ahí, tan sólo estaba.
Traté de ignorarla y caminé hasta la esquina esperando a la persona que debía encontrar.
No llegaba y miré nuevamente hacia abajo, y ahí estaba.
En esa época todavía fumaba, así que encendí uno para dejar pasar el tiempo o para hacer algo mientras tanto.
A veces, esos mientras tanto sólo sirven para crear agujeros negros. Espacios en donde el tiempo tiende a detenerse ridículo como si no fuese necesario que esa hoja que cae del árbol necesitara llegar al piso tan urgentemente. Nada es tan importante como para que suceda.
La esperaba y demoraba, siempre demoraba. Pero esto, ya había aprendido, formaba parte de la religión femenina, y contemplarla comulgar en ella, desde hacía unos meses me había entibiado los huesos.
Miré y vi que la sombra también había decidido encender uno.
-A vos también te tocó esperar esta tarde? dije al aire, a la nada.
-Siempre que la tenés que esperar vengo más temprano para acompañarte- escuché decir a alguien .
Miré en derredor, la voz había sonado clara, pero no era posible.
Caminé despacio hasta la otra esquina, la tarde se ensanchaba en el sopor de una siesta que se filtraba a través de las paredes de las casas.
-¿Recordás aquella vez que traía una pollera larga y floreada?-
Miré entornando los ojos, sin mover la cabeza. La voz no era para inquietar, tenía quizá un tono algo leve y lento.
La sombra había apagado su cigarrillo antes que yo, y estaba ahora ahí, recostada entre la vereda y la pared con las manos en los bolsillos.
-Te acordás o no!?-
-Sí, la recuerdo, contesté sin mirar nada, quizá levantando la vista hacia la esquina, pero concretamente sin mirar nada.
-Hoy vendrá con esa pollera, pero va a tardar un rato más.-
Saqué una mano del bolsillo y me froté el cuello.
-Podría traer esa o venir vestida de otra manera, dije desdeñando el comentario.
-Traerá esa, estuve con ella mientras se vestía.-
-Porqué no estuviste conmigo, en lugar de estar allá?- pregunté receloso.
Se alejó un poco, pero dejó sus pies pegados a los míos. Aún así, podía escucharla manteniendo el mismo tono, apenas susurrado.
-Hace mucho tiempo que no estábamos juntos- dijo ignorando mi pregunta, o quizá respondiéndola.
-Las lluvias del invierno me cambiaron el recorrido- continuó. -Veo que no engordaste mucho.-
Seguí mirando hacia la esquina, pensé en otro cigarrillo pero me abstuve de sentir más impaciencia.
-Me dejaste olvidada hace tiempo. Quisiste abandonar un pasado, y en el intento me perdiste de vista.-
Siempre me incomodaron las facturas pendientes, esas que acudían de vez en cuando a reclamar una rendición postrera.
-No pude, no tuve tiempo para meter en la valija más que un par de medias y el recuerdo de la pared de ladrillos que me acompañó durante muchas sobremesas, invitada muda a mi cena.-
-Lo sé. La urgencia del exilio de esa vida no te dio permiso a llevarte los retazos de ese tiempo.-
Suspiré.
-Todavía guardo alguna deuda, aunque no sé si es más lícita que mantener una fidelidad conmigo.-
-Fidelidad promiscua-, dijo cortante.
-Ya que sos mi sombra, podrías ser más condescendiente!-
Se estiró hacia la calle, para mirar desde allá si la veía venir con su pollera floreada.
-Estamos juntos desde hace tiempo, y no me hubiese quedado en esa casa sin seguirte.- dijo recostada en el empedrado.
-No tenías más remedio, pero pedirte que me siguieras hubiese sido más egoísta.-
La tarde se estiraba, la tarde y la espera. La tarde, la espera y las palabras susurradas.
-Me costó encontrarte, anduve un tiempo siguiendo rastros que no existían.-
-No se si yo mismo quise saber donde estaba- resoplé resignado.
-Alguna vez le contaste a ella?- pregunté levantando la vista hacia la mancha oscura que se acercó nuevamente hasta mi debajo.
Sonrió (cómo hizo para sonreír?).
-A ella la visito cuando tu necesidad de tenerla al lado te crea el miedo de no volverla a ver.-
Quedé en silencio, mirando la punta de mis zapatos que se estiraban como una mancha de tinta negra sobre los recuadros de las baldosas.
-No quisiera pensar en no volverla a ver.-
-Cuando me dejaste en aquella casa no tuve mucho para hacer, y me dediqué a lavar las sábanas de la resignación que se les quedó pegada.-
-No sabía donde iría cuando me fui, por eso quise partir liviano de equipaje. Dejé varias cosas además de resignación. Tampoco sabía donde iría para encontrarla a ella, ni siquiera que necesitaba encontrarla para recuperar mi sombra.-
Demasiadas cosas no sabía...-
-Algún día contame con quien hablás cuando me estás esperando-, escuché a mi espalda.
Me di vuelta avergonzado al mismo tiempo que reconocía su voz.
Se estiró poniendo los pies de punta para saludarme sonriente, y un golpe de viento movió su pollera así, abanicando la vereda.

29/10/07

Eppur si muove

Depende a quien se le pregunte, el universo puede tener distintas formas. O colores o intensidades de luz.
O más o menos rigores, como aterrador o maravilloso.
Un camello dirá que el universo es amarillo y muy caliente. Quizá naranja.
Un borracho dirá que es redondo y traslúcido, colmado de un poco de líquido.
Un grillo dirá que es verde y apetitoso, salvo de noche, momento en el que es oscuro y apetitoso.
Los que se dedican mucho tiempo a tratar de conocerlo dirán que es curvo como el espacio, y en él los cuerpos flotan. Y también dirán que algunos de esos cuerpos que flotan tienen luz propia, que, sin importar con que color, iluminan a los demás cuerpos que flotan. O que lo intentan.
Galileo, que planteo la teoría de los cuerpos flotantes, dijo que el universo además se mueve.

Si es curvo y se mueve, gira. Digamos como un caracol que camina girando.

Incluso el universo puede ser uno o varios, depende de la intención de uso de la palabra.
Quizá son varios, tantos como intenciones de cada ser para interpretarlos.
No tengo noticias si alguna vez un camello se puso a discutir con un grillo, posiblemente con un alcohólico sí, respecto al color del universo, o a su gusto.
Creo que algunos universos son mas acotados que otros. Algunos son breves y se restringen a su propia incapacidad de visualizar universos más continentes, ya que hay universos metidos dentro de otros más grandes. Una nuez por ejemplo, o una alcantarilla o un barrio de tres cuadras.
Algunos son pequeños, al menos mirándolos desde apenas un poco más arriba, pero como flotan, pueden ser vistos desde otra perspectiva, y ya no ser pequeños.
Algunos, sin parecerlo, puede llegar alto –recordemos que flotan- como para modificar la música, por decir algo, que llega a otros universos que están más arriba, o más lejos del suelo, suponiendo que para flotar se necesite un parámetro de suelo.

Cuando era chico mi universo tenía límites establecidos, pero en varias ocasiones cuando las presiones colmaban esos límites, salía a explorar otros universos. A veces me perdía, bah, muchas veces me perdía.
En las salidas en familia, donde éramos varios primos de más o menos la misma edad, los mayores tenían establecidas las prioridades para dejarnos jugar en un parque, una playa o un bosque. Porque el que se perdía –no se perdía sino que se alejaba de los universos mas poblados- era siempre el mismo. Entonces había que cuidar que el mocoso ese no se aleje.
Hace poco tiempo mi hermano me contó historias de la época en que éramos chicos. Historias que no registraba, y sí apenas puedo asociar después de oídas.
Varias eran de las veces que salía el resto de la familia a buscarme, cuando me perdía. Él mismo, incluso, me encontró en varias de aquellas búsquedas, ya que suponía en que lugares yo estaba.

Pero la idea de los universos, obviamente, no la tenía de chico, ya que todo aquello que no podía ver con mis ojos en estado natural, no existía.

Como Galileo, que recién después de imaginar la flotación de los cuerpos, tuvo que verlos para que se le escapara la frase llena de sorpresa en su contenido.
Como si fuera poco, además se mueven.

15/10/07

intercambio

Una lluvia desmedida la devolvió hasta mi puerta una noche abril.
Hacía poco más de tres meses ella había optado por una mirada azul, cambiando así el color que la acariciaría cada mañana de domingo.
Su despedida había sido seca, sin demasiadas explicaciones. Pudo mantener su entereza el mediodía en que las tazas vacías de un bar de Lacroze nos miraban con su boca abierta y la garganta oscura.
-Quiero decirte algo, y no puedo evitar la sensación de vacío que me cubrirá cuando me vaya, dijo pausada pero firme.
Miré sus ojos, su boca diciendo las palabras, y bajé la vista hasta sus manos mientras hablaba. Ellas siempre me habían dicho aquellas cosas que ella no podía disimular. Ellas, siempre inquietas, tenían la manía de acariciar toda textura que se les pusiera enfrente. Su percepción pasaba por sus manos: podía acariciar la rugosidad de una pintura, la planicie de un papel, o sonreír infantil cuando sus dedos jugaban en la espuma de un puré.
Ahora estaban quietas, tensas, ovilladas. Imaginé ver sus uñas clavándose contra su palma.
Demoraba las palabras, pero no por desconocerlas.
Luego de un silencio no muy largo apuré la resolución.
-Nos conocemos mucho para saber que no son necesarios argumentos que no creeremos, esbocé tratando de sacar de sus pulmones la semilla que la atoraba.
-No quiero seguir más, juntos, dijo en voz baja pero sin temblores.

Esta noche, cuando a través del portero escuche su “soy yo” inconfundible, recordé la última imagen que tenía de ella, cuando se levantó sin más palabras, sabiendo que yo tampoco tenía interrogantes que la atornillaran a aquella mesa del bar de Lacroze por más tiempo.
-¿Serviría decir que me duele mucho la idea de sentir que te lastimo? dijo mientras, parada a mi lado, apoyaba la llave de mi puerta sobre la mesa.
-Nunca nos atrajo la idea de escuchar redundancias, y aún sigue siendo nunca, finalicé.
Mientras bajaba las escaleras de los tres pisos que me separaban de la entrada al edificio, imaginaba ideas descabelladas que la hubiesen guiado esta noche bajo la lluvia hasta la puerta a la cual ella había desterrado de entre sus pertenencias.
Nos miramos a través del vidrio. Sus rulos chorreaban pesados sobre su abrigo de lana, que se había estirado por la lluvia, y desde donde algunas gotas plateadas se lanzaban hacia su suicidio contra la vereda.
Abrí la puerta y permaneció quieta.
-No hubieras venido hasta acá si supieras que no te dejaría entrar, dije haciéndome a un lado habilitándole el paso.
-Que me dejaras atravesar esta puerta sabía que sería posible. Pero no creo que merezca más que eso.-
Temblaba de frío, aunque noté que se esforzaba por disimularlo. La lluvia seguía estirándose por su rostro mientras sus manos, pálidas, se ocultaban húmedas en los bolsillos.
Yo conocía los matices de su miraba y podía discernir si sus ojos imploraban o esperaban fríos el destierro. La mire un momento y me alejé hacia el ascensor.
Mientras pulsaba la tecla llamándolo la medí a la distancia. Sus ojos no me hablaron de súplicas.
Se mantuvo quieta, estaqueada sobre la alfombra del recibidor, amarrando fuerte su bolso de cuero negro.
-Cuando te conocí comprendí que merecías más que eso, dije mientras escuchaba al ascensor ya pasando por el segundo piso.
Miró expectante, y sin entender que sucedería.
Y qué es lo que merezco? Preguntó confusa.
Hice la pausa que necesitaba el ascensor para llegar a planta baja.
-Un riesgo que no encontrás en otro lado. Por eso estás acá.
Esperó muda un golpe, un gesto, un algo mientras yo abría la puerta metálica y buscaba en silencio las palabras que se ahogaron en el bar de Lacroze.
-Permitirle a tu corazón habitar el hueco que antes ocupaba el mío.


El ascensor descansó aburrido toda la madrugada en el tercer piso, mientras su ropa se secaba sobre la silla cerca de la estufa.

8/10/07

Donde nacen las palabras

En el mundo hay mucha gente.
En esta parte del mundo, hay un poco menos, pero también es mucha.
En el país hay menos, pero también es mucha.
En la provincia donde vivo, hay algunas menos, que también es...

Podría seguir así por algunos renglones más, pero no intentaré ser tedioso –me sale naturalmente-.
Ya desde hace algunos años, casi como ocho o nueve, el invento de la internet me llevó a pensar la idea de conocer personas.
Los primeros intentos fueron en el chat, allá lejitos cuando sólo había una rudimentaria ventana, con un solo tipo de letras y ningún efecto. Obviamente con la cuestión de anonimato, el invento de un pseudónimo llamativo, y tratar de mantener un discurso, que podría no ser siempre coherente.
Curiosamente, en aquella sala de chat, sin haber generado afectos particularmente coincidentes, se dio la oportunidad de hacer un encuentro generalizado. Treinta o cuarenta personas asistimos a una cita a ciegas, un asado organizado en la generosa casa de un generosísimo integrante de aquella sala de chat. Fue la primera oportunidad de “ver caras”.
El resultado? Se vieron treinta o cuarenta caras, sin llegar a conocerse. Una fiesta de disfraces sin disfraces, solo fiesta –o asado-, risas, chistes y fin de la historia.
Algunas de aquellas personas permanecieron, muchas se disolvieron con el tiempo. Yo fui una de las últimas.
Pero la idea continuaba: conocer personas.
Sí, ok, se puede conocer gente arriba de un colectivo, viajando en subte, comiendo en una pizzería, haciendo una maratón de 10 km en monopatín, o sentándose en una plaza.
También, por otro lado, hay quienes no necesitan conocer personas. Su libreta de direcciones ya está colmada y, más allá de la novedad, no les nace la curiosidad de mirar en ojos extraños. Válida esta elección, como cualquier otra.
La inquietud particular que me movía era otra, quizá no muy alejada de la inquietud de algunos más, pero en definitiva era la mía.
Sin ánimo de recrear acá alguna secuencia personal que me orientara hacia la necesidad de conocer personas, intentaré abreviarlo. Ser uno mismo en un ámbito donde no se necesitan velos que disimulen, o enaltezcan, o encubran.
Tampoco es que me hubiese tocado vivir una vida de disimulo, o de encubrimiento, pero ser uno mismo, afectivamente, porque sí, muchas veces a dado lugar a malos entendidos. O a falta de entendimiento.
Y no siempre los culpables son los demás –este discursito lo vengo mechando en cuanto diálogo mantengo, quizá para hacerme cargo de mis propias carencias, o errores-.

La cuestión es –sigo intentando no ser tedioso- que la idea de un blog, sin importar de donde yo la hubiese importado, fue generando una especie... cómo diría? de microclima.
A veces el clima no es propio, creo que lejos estoy de haberlo generado yo. Simplemente aparece, y se juntan alrededor de la fogata personas que, no por el hecho de ver luz y subir, sino de ver luz y sentirse cobijados por ella, se quedan y van enriqueciendo el fuego. Que en definitiva se alimenta no de la cantidad de leña, sino de la calidad de la madera que se arroja.
En un blog, muchas veces con disimulo, otras –muchas- sin ningún punto de conexión entre autores, pero en algunos casos con comprensión mutua del idioma empleado, se pueden conocer personas. Y cuando hablo de idioma, no me refiero a la lengua castellana, sino a reconocer desde donde salen las palabras.
Posiblemente sea sólo una apreciación mía.
Más posiblemente sea una apreciación medianamente compartida, o hasta ahí nomas. Pero la idea de CONOCER no se queda sólo en ver una cara, eso no es conocer; sino en sentir un afecto. O recibirlo, que creo que es un poco más importante, sin ningún condimento. Ya habrá tiempo para sazonarlo, o para enriquecer el gusto original, pero digamos que así cocido, y sacado de la olla, de primera mano ya huele bien.

Algunas personas, posiblemente muchas, adquieren el adiestramiento necesario para, por ejemplo, interpretar las canciones de un cantante y encontrarle el alma. O escuchar música sin palabras, de un músico en particular, y sentirse atraída por, también, reconocer el alma de quien la ejecuta. O de un escritor. O de un director de cine.
Ver, leer, escuchar, sentir por medio de algún sentido, lo escrito en una partitura, lo plasmado en un plato de un chef, en un capítulo de un libro, en una fotografía, en una pintura o en un post de un blog, quizá acercan ese pedazo íntimo.
Y ese pedazo íntimo es quien nos entibia.
Entonces ver la cara de quien escribió algo sin ningún ánimo de captar a un lector en particular, pero lo escrito nació dentro de si mismo, ya es empezar a CONOCER.
Pero no al otro, sino a uno mismo, a través del reflejo en el otro, en aquel a quien le abrimos, tímidamente al principio, la puerta por creer en aquellas palabras leídas en su blog, o en sus comentarios, y haberles encontrado, en algún punto, el alma.

Hace un par de días, en realidad por una inercia de un hecho similar de hace algunas semanas atrás, pero después del cual aún no podía juntar las palabras necesarias para expresarlo; y con intensidad variada pero en ambos encuentros con una tendencia que en ningún momento se resquebrajó en su camino ascendente, nos permitimos acercarnos entre personas que, de alguna manera, nos habíamos interpretado el alma. O al menos yo creí hacerlo. El feedback no puedo adivinarlo.

Yo, siempre fiel a la idea (propia, que no requiere en ningún caso obligación de ser compartida) de mantener el anonimato, reconociendo que este medio, más allá de hacerlo un poco nuestro, no deja de ser totalmente público y que cualquier usuario de, por decir un lugar cualquiera, Moscú ponéle, puede llegar a entrometerse en sus blogs, no daré datos de ustedes, pero ya saben, con total acierto, de quienes estoy hablando.
Vos, ya no con crédito extendido, sino con una abono de línea ganado por pura calidez sin ningún tipo de papel de seda que se requiera para atenuarla, con quien la mirada ya empieza reemplazar las palabras y el entendimiento.
Vos, con quién podemos decir que no nos habíamos conocido a través de los post particulares de cada uno, sino que fue necesario escuchar la cadencia de tus palabras, y maravillarme por el afecto transmitido hasta para relatar la predilección por un choripan.
Vos, que desde la primer receta que te leí, encontré intercalada entre las palabras una magia que me fascinó identificar, y una calidad de persona tanto emotiva como afectivamente maravillosa a pesar de la tempranez de los naturalmente limados apenas venti.
Vos, a quien la incertidumbre del primer encuentro cohibió a pesar del malbec – por vos requerido y a rajatablas respetado como señal de grata bienvenida- y a quien sólo como manifestación de estima limpia de malezas, procuré arropar del incipiente frío que intentó, sin lograrlo, congelar la fogata que, reitero, entre cuatro alimentamos no en cantidad, pero con leña de la buena.

Y aún me quedan deseos de conocer otras personas, que también saben quienes son, y a quienes también he tratado de interpretar, creo que consiguiéndolo en parte, el lugar desde donde les nacen las palabras.


(El piso no es el lugar para esto, o quizá sí. Le preguntaré al autor alguna noche de estas, pero posiblemente sea por la cercanía del onomástico –que ya está, ya pasó- pero en estas épocas las yemas de los dedos se colman de sentimiento, al que puedo llegar a enmudecer si se asoma en la garganta, pero soy incapaz de callar frente a un papel.)

23/9/07

Viaje al interior -nuestro-.

Encontrarnos la tensionaba.
Ya me lo había explicado la primera vez, y no necesite reiteraciones. Sabía de su situación, los riesgos de caminar por cualquier calle donde la reconociera quién sabe quién, cualquiera.
Y reconocerla sería, paso siguiente, vivir con el temor.
Temer nos anuda las palabras, nos dosifica el aire que ingresa en los pulmones a dosis pediátricas.
Tememos a que el mundo nos caiga encima, y que no nos mate, sino que nos increpe.
Que comiencen a sonar palabras que nos presionen como tenazas implacables.
No tememos por nosotros, tememos por tener un sentimiento gigante que nos paraliza ver disolverse, junto con las demás pequeñeces que nos acunan en cada desayuno.
Tememos quedar vivos y vacíos, hasta de dolor.

Acordamos tener pequeños viajes. Lo suficientemente cerca para no perder el deseo, y lejos para sabernos sin nombre, sin historia.
Al bajar, la primera vez, del micro nos tomamos de la mano. Jamás lo habíamos hecho.
Me regaló un beso al sol.
Caminamos las pocas cuadras que nos separaban de nuestro mundo privado riendo con carcajadas anchas, sonoras. Grandotas.
Nos detuvimos –teníamos premura por estar solos, pero nos detuvimos- mirando casas viejas, balcones otoñales, postigos ajados. Nos volvíamos ingenuos, adolescentes maravillados con la tibieza de la vida.
Cuando entramos, sus ojos brillaban de alegría.
Su cuerpo no tenía prisa, y postergó cada momento, cuando ya el tiempo no era tan importante como la distancia.
Me atormentó por horas.
Me asfixió durante siglos.
Me ahogó en innumerables marejadas.

Cuando volvíamos, en el micro que cobijaba las últimas caricias, yo pensaba mientras ella jugaba –como siempre la dejaba hacer- con mi ansiedad.
Pensaba que sí, había encontrado el lugar. El mío.
El lugar donde fijar mi residencia, donde amanecer luego de madrugadas húmedas de zozobra. El lugar que me beatificaba, me excomulgaba de sabores rancios.

Un lugar sin ladrillos.



(Gestado hace varios días, en el rebote de mis palabras encontré las cuatro que faltaban. Gracias)

13/9/07

parque lezama

Como una nuez escapada, caída de la mesa de las navidades, olvidada en un rincón, lejos de la algarabía de las doce. Sola y borracha de magia, la encontré una madrugada en una calle cualquiera de San Telmo.
Mientras caminaba y me acercaba a ella sentí su mirada que contaba mis pasos, y una voz honda y suave me pidió fuego cuando estuve a su lado.
Me quedé mirándola con mas curiosidad que oportunismo. Su pelo negro emanaba uno de esos perfumes leves e increíbles que crean esa incierta atmósfera de misterio alrededor de quien lo usa. Su vestido, sedoso y breve, marcaba una figura delgada y vibrante que no necesitaba exagerar sus movimientos para destacar sus formas.
- De tanto fuegos fatuos que rondan esta noche, solo necesito un fósforo, dijo mostrándome un cigarrillo entre sus dedos blancos y largos.
Su mirada era firme y una brisa suave acarició un mechón de su pelo así, al descuido, de tan lacio que caía sobre sus hombros.
Le dije que no tenía y, sin parpadear ni dejar de mirarme, tiró el cigarrillo al costado con un –da lo mismo. Quizá tu presencia me acompañe mejor que la del humo.
Le ofrecí, a cambio, tomar algo en cualquier lugar de por ahí, midiéndola en cada palabra.
Aceptó pero, -después de caminar un rato, dijo. Y en silencio se abrazó a mi brazo.
Caminamos algunas cuadras sin palabras hasta que el Parque, oscuro, se tropezó con nosotros.
Nos paramos en la esquina (Defensa y no se que..) y mirando al frente, a un punto fijo en la profundidad de Lezama, susurró:
-Tu silencio es mucho más que lo que merezco. Hay noches agónicas que no necesitan sonidos, noches terribles que necesito compartirlas sin palabras.
-Quiero perderme en vos esta noche.

Su mano se apoyó dictadora contra mi nuca. En un movimiento certero sus piernas interminables se enroscaron en mi cintura, y empujó con fuerza su boca contra la mía.
En silencio, su respiración se hundió profundo y estrujó su sexo contra el mío mientras se movía lenta sobre mis piernas.
El Parque giraba alrededor mientras, en un abrazo caótico y caliente, nos íbamos disolviendo uno en el otro.
Subió su pollera y tiró de mi cinturón desabrochando con furia el botón y el cierre.
Su deseo era urgente y sin preámbulos. Su mano me condujo certera hacia el centro de su ansiedad, mientras sus ojos incendiados se mantenían fijos en los míos.
Arqueó la espalda, y mi esfuerzo por sostenerla y hundirme mas allá, provocó que nos abrazáramos con tal fuerza que ambos gemimos ante el dolor mismo del abrazo.
Parados y enroscados como animales salvajes, nos escapábamos de aquella noche hacia mundos de soles ardientes e instintos incendiados (que me importa lo demás si tengo entre mis piernas y dentro de mi boca y alrededor de mis brazos todo lo que necesito).
Con los rostros empapados de sudor y saliva nos derramamos cada uno en el otro con convulsiones sordas mientras mordíamos nuestro estallido ahogado en la boca del otro.

Nos quedamos respirando juntos, húmedos y agotados, hasta que alguno recuperó la razón.
Con sus dedos blancos me dejó un beso de distancia sobre los labios.
Y se alejó en silencio, dejándome solo.

Borracho de magia.

2/9/07

desencuentro

Una hoja de papel hecha ceniza, de esa manera había quedado.
Al encontrarnos sonrió, como si nunca antes lo hubiese hecho. Pero no convenció a nadie, ni siquiera a ella misma.
Sus silencios ya no guardaban misterios, ni siquiera eran relajantes. Sólo eran silencios de falta de argumentos, de escasez de palabras, de nada de sentimientos.
Ya se habían hecho casi las 3 de la mañana y todavía deseaba retenerme, a pesar que ya llevábamos muchas horas tratando de recordarnos cómo éramos hace varios años atrás.
Y ninguno había podido reencontrar a la persona que había dejado en un vagón del subte de palermo, con las puertas cerradas interponiéndose entre ambos.

Trato de recorrerme con su índice, traté de paladearla con la lengua. Tratamos de reconocer mi aliento, su licor, nuestra humedad.
Sus manos habían perdido la intuición, buscaban en lugar de evocar.
La magia de la piel había quedado colgada en algún picaporte. Olvidada, desperdiciada.
No está enfrente de cada uno la misma persona que se podía llegar a identificar, hasta por el gusto salado de la lágrima.
No éramos nosotros.
Y de a poco, negándolo al mismo tiempo, nos íbamos decepcionando a medida que transcurría la madrugada que afuera boqueaba ahogada en lluvia.
Ya se iban agotado los últimos estertores del deseo junto con la botella y los cigarrillos.
Hasta casi ya eran difusas aquellas imágenes de veranos calientes, despertadas en colchones en el piso, confundidos en sudor, saliva y otros líquidos. Que se transformaban en almuerzos desnudos e impúdicos, y continuaban con siestas de borracheras paganas y baratas.
Algún cigarrillo compartido, y un labio mordido por el otro conformaban la resaca de la tarde.
Y la noche era un disfraz de anonimato donde jugábamos por la calle a seducir a la otra persona que actuaba como desconocida.
Y era más, hubo mucho más.
Pero ahora, en esta noche que ya nos estaba cansando de tan larga que se tornaba, aquellos seres se habían disuelto en alguna bañera lejana y desconocida, o se habían volatilizado con el calor de otros soles de otras tierras.
Al despedirnos, cuando el día comenzó a brillar contra el empedrado mojado, no hubo necesidad de palabras.

No quedaba ninguna.

22/8/07

reencuentro

Cada tarde el sol se reclinaba en su pelo. De ahí que quedara con tal color que ni el tiempo pudo alterar su naranja pálido.

Reencontrarla mucho tiempo después, cuando yo ya era otro, me hizo caer en la cuenta de que nunca la había olvidado.
El primer beso adolescente robado a una boca que hasta ese instante era virgen, dejó un estímulo particular en alguna neurona de mi cabeza, y se quedó ahí sin desaparecer jamás.
La piel era conocida, el aroma de la piel era conocido y sin embargo, a pesar de cubrirme con tantas pieles a lo largo de la vida, esa, la conocida, permaneció guardada en el lugar que menos lo imaginaba: en los labios.

Aquella noche, no recuerdo si aguardó a que todos los invitados que estaban en su casa se fueran o qué, pero la cuestión es que me vi rodeado de una situación que, no sabía, había olvidado de imaginar desde hacía varios años, quizá demasiados.
Hubiese querido que el tiempo no pasara tan rápido esa noche, porque fue aletargado, tranquilo, pero voraz. Casi no había espacio para pensar.

Verla cerrar la puerta y darse vuelta con una sonrisa que pretendía hacer perder la conciencia, fue un golpe en el plexo. Al instante sentí que sus brazos, a los que traté de reconocer sin tiempo, me acercaban suavemente a su cuerpo que comenzaba a emanar aquel perfume, aquel aroma conocido desconocido. Sus ojos no se cerraron cuando apoyo sus labios con la delicadeza aguda que caracterizaba todos sus movimientos, contra los míos.
Yo sentía que el aire quemaba, me atoraba la garganta y llenaba los pulmones de una manera densa y pesada.
No me di cuenta en que momento cayó su vestido, sedoso y breve, pero continuamos parados, solo tocándonos con los labios. Y mi mano dibujando formas desconocidas en el aire de su espalda, y los ojos abiertos durante un tiempo eterno en el momento y fugaz en el recuerdo.

Noté una lágrima que corría por su rostro en el momento en que ingresaba en ella.

Tardé un par de días en notar la marca de sus dedos en mi espalda.

Tardé un par de vidas en borrarlas.

16/8/07

Menage

La luna se incrustó con un estallido sordo contra el cielo frío de un Julio atroz.
Yo había dejado olvidada una mujer en una cama improbable de Enero.
No pudo ser a pesar de su timidez y mis ganas. O viceversa.
Nunca le perdoné a aquella mujer que acudiera en oleadas de aroma mientras te acariciaba.
Su piel estaba viva en la punta de mis dedos, y se asomaba de vez en cuando al rozar tu vientre.
No te nombré, no podía. Ella se posó en mi espalda y me susurró que vos no estabas.

Y quise lamerte lamiéndola. Y quise acariciarla acariciándote.

Esta noche gira entre los tres, y ninguno esta completo, ni yo mismo.
Su pelo frota mi cuerpo mientras tu boca besa mi piel tensa, y tus manos multiplican deseos mientras sus dedos ahogan mis palabras.
Mi lengua se humedece en su licor y te rechaza. Y desespero por poblarte, y por poblarla.
Su perfume quedó en tu cuello y mis ojos no quieren verte.
Sus gemidos entran por la ventana en banderas de viento, y no te escucho.
Y te suplico, te exijo que no oigas ... o no hables.
Y no le perdono no estar aquí.
Y nunca estuvo.
Con los dientes apretados me disuelvo dentro tuyo y me quiebro en mil pedazos.

Esta noche atroz de Julio no es Julio, ni sos vos.
Solo es de noche. Y eso es demasiado.

13/8/07

pacto

Si bien estábamos al tanto de nuestros teléfonos y direcciones, ya hacía algunos años que acordamos no estar en contacto.
Fue un acuerdo mutuo, sin quedar ninguno con alguna palabra guardada en el paladar.
Únicamente nos llamaríamos cuando fuese insoportable lo demás, cuando el mundo se hubiera ensañado con alguno. Cuando ya estimáramos que cualquier amanecer, hasta los venideros, se encontrarían desgajados de todos, hasta del más ínfimo color que pudieran contener.
Cuando ya no se hallaran porqués dentro de ningún tarro de la alacena.

Mientras marcaba su número noté el temblor de las manos. Su voz se escuchaba limpia, quizá algo agitada, pero transparente ya desde la primer palabra.
Tragué saliva y un hola apenas audible brotó de mi garganta.
Quedó en silencio, tratando de escuchar más.
Ya no puedo.- Esbocé.
Pensó un momento. Pasado mañana a las tres, tendré todo el fin de semana. Vení.-

No me importó lo inaudito del horario, ninguno hacíamos proyecciones sobre la vida del otro. De hecho ignorábamos cualquier detalle, aún si su hijo había crecido mucho, si su esposo había conseguido aquel contrato en San Luis, si yo había perdido algún familiar o si nuestros nudillos ya se habían gastado de raspar el asfalto. Todo.
No había preguntas, no las necesitábamos.
Nos habíamos mirado mutuamente a trasluz hacía como 15 años atrás. Y fue tanto, tanto, que supimos que pretender la vida juntos sería nefasto. Inevitablemente el tiempo nos enmohecería, nos extirparía la intensidad. Y no podíamos permitirle eso al sentimiento acuñado e inaugurado. Gestado y concebido por cada uno dentro del otro.
Cuando abrió la puerta de su departamento, mi mirada fría rebotó contra sus ojos amables.
Con ella no podía fingir. Cada uno podía hacer de sus días lo que fuere. Pero juntos, cuando lo necesitáramos, cuando estuviera alguno a centímetros de darse por vencido, fingir no era una alternativa.
Me besó apoyando apenas su boca, un beso ligeramente húmedo e inmóvil se estiró mientras sus manos alzaban mis brazos guiándolos hacia su cintura.
Las luces de su casa estaban apagadas, sólo la lámpara del rincón iluminaba, más con penumbras que con luz directa. Nos quedamos parados en el living, deslizando la punta de los dedos por ese rostro tan conocido, por su cuello interminable, por mis párpados ciegos.
Traté de excusarme, de encontrar palabras para mi asfixia.
No te perdonaría jamás que no me llames. Jamás-. Interrumpió luego de un momento, mirándome fijo.
Se alejó en la penumbra, y mientras comenzaba a sonar Mahler sentí su mano conduciéndome hasta el dormitorio.
.
Cuando me cobijó contra su piel, luego que sus uñas dejaran medialunas rojas en mi espalda, y sus hombros recibieran benévolos la huella de mis dientes, nos quedamos abrazados respirando nuestra agitación.
La noche iluminó de celeste tímido su negro lejísimo. Nuestros ojos, cansados y secos, se encontraron al amanecer con el nuevo color.

6/8/07

horas extras

Esa noche empezó como una más. Como tantas noches en que los pasillos de la empresa guardan ecos de la jornada, y alguna madera del piso desvencijado y lustroso deja escapar algún crujido, haciendo saber de sus quejas de tantos pasos que recibe a diario.
De vez en cuando me asomo a alguna ventana que quedó abierta, para respirar la noche en su aroma de acero cortante, y mirar un cielo despejado y una luna lejana, pálida, muda.
Como tantas noches, estoy solo en el desolado edificio, y mis tiempos se dividen entre tomar café, caminar hacia alguna oficina vecina y refregarme los ojos enturbiados por el monitor.
Ya hace tres horas que estoy aquí, solo, con la poca luz de una lámpara, casi sin emitir sonidos.
No escuché sus pasos.
Cuando me habló desde la puerta, a mi espalda, no me sobresalté, sino mire con extrañeza un sonido fuera de lugar en la madrugada, en mi madrugada que transcurría solamente acompañado por los sonidos de una radio.
Me di vuelta. Sus lentes –ese atrapante celeste incierto- reflejaban la tenue luz de mi escritorio. Su pollera ajustada y su camisa clara y desordenada declaraban que su día de trabajo se había hecho más largo que de costumbre.
Sus pies descalzos en el piso de madera me hicieron comprender su sigilo.
-No te conozco- escuché.
-Yo tampoco- respondí con tono de defender mi noche, y aclarar que si había un intruso, yo no lo era.
-Estoy buscando un poco de café- dijo entrando y mirando en derredor de mi oficina sin timidez.
Bajé la radio y me estiré hacia la jarra. Llené hasta el medio la sedienta taza turquesa que me extendía.
Se sentó. Su pelo negro, desbaratado después de un día completo de trabajo, se apoyo suave en sus hombros.
Hablamos de la madrugada -y no del trabajo-, del edificio vacío, de la ciudad dormida allá afuera. De la noche.

Sus ojos, cansados, brillaban con el reflejo del monitor. Con poca luz, intuyendo más que viéndo claramente, estiró sus dedos hacia el paquete de cigarrillos que yo había dejado sobre el escritorio.
Mientras lo encendía, su pie desnudo acariciaba la tibia madera del piso.
Cuando acercó su cuello, su cuerpo hacia mí, tratando de alcanzar el cenicero en la otra punta del escritorio, demoró el movimiento. Con un leve soplo, aparté el mechón que cubría su nuca. Su piel se estremeció mientras un sonido sin vocales brotaba de su garganta. Giré su rostro mientras sus labios dibujaban una leve, sutil entrada.
Mordí. Su boca, que exhalaba aire caliente y húmedo, sabía a café y tabaco.
Sus ojos me miraron grandes, con atención, sin sorpresa.
Desabroché su camisa sin premura y su corpiño blanco apenas pudo mantener la urgencia de su interior.
Cuando la recosté, lento y suave sosteniendo su nuca, sobre el escritorio, sus piernas se desbarataron haciendo caer papeles, teclado, portalápices. E incluso una taza turquesa medio vacía.

El piso de madera crujió debajo, pero no por huellas del día.
...

30/7/07

doce palabras

Amanecía.
Allá, en el fondo de la avenida, muda como siempre a esta hora, el sol se desperezaba con esa manía suya de levantarse con los pelos de punta.
Yo ya hacía varias cuadras que había salido de su departamento.
Ella, seguro todavía no había despertado y, cuando crucé la puerta tratando de mantener el mismo sigilo que nos acompañó hasta hace unos minutos, supe que no la volvería a ver jamás.
Mi camisa todavía mantenía su perfume, ese aroma tan selecto y único de cada mujer. Olor que queda guardado por años en los sentidos, y que uno sabe no se encontrará en otro cuerpo.
La había conocido ayer por la tarde, hacía ya mucho tiempo; y no había imaginado que la noche ,debajo de ella, sería infinita.
¿Porqué, después de hablar doce palabras, me dijo de ir a su casa? No lo sé, y quizá hubiese querido saberlo. Pero una vez allí, mientras me miraba firme y fijo a los ojos, y se quitaba el jean postergando cada movimiento, entendí que, más que aquellas doce palabras, no iba a haber.

Ahora yo caminaba procurando rescatar de las veredas el color de su piel, que permaneció húmeda, adherida a la mía mientras su pelo me enturbiaba la vista.
Sus labios me asfixiaron y se adelantaron a mis deseos. Lentamente se fue posando encima y, casi no necesitaba moverse para estallar en tormenta.
Sus espasmos eran sigilosos y bellos, y creo, algún momento, haber sentido caer alguna gota de sus ojos, o su boca sobre mi pecho, mientras, con temblores bruscos de su vientre, se estiraba hacia atrás en un gemido largo e inaudible.
Sus dedos, que revoloteaban para rozarme los ojos, el rostro, el cuello, para clavarse en mis hombros, no pudieron detenerse mientras dibujaban figuras imposibles, y palpitaban al ritmo de su interior conmovido y frenético.

Nos quedamos en silencio, mirando el techo. Y cuando me incorporé, supe que no era necesario despedirme. Ni saber su nombre. Ni mirar hacia atrás para saberla tendida en la cama con los ojos entrecerrados, imaginando mundos.


La avenida, ya amanecida, continuaba en silencio.

27/7/07

estreno

Fue el día de mi cumpleaños.
Me había citado temprano en un barcito simulado en un lavadero de autos.
No había hecho falta la aclaración -vos esperame- que siempre, por prevención me hacía. Esperarla sin urgencia era parte de mi comprensión de su religión femenina.
Llegó y no dijo palabra, sólo un cálido y demorado beso.
Un café? No, hoy no quiero desayunar con vos. Vamos.
Yo había aprendido a no hacer preguntas, de esas preguntas estúpidas que se dicen cuando no hay nada para decir. Seguí sus mandatos.
Me dejé guiar por sus pasos, ni siquiera podíamos tomar nuestras manos. Hablamos pavadas, cosas leves y alegres en voz apenas audible.
Cruzamos la plaza por la calle del costado, estaba deshabitada a esa hora. Casi al llegar, ya la vista del lugar, murmuró. Es muy apartado, sé que vos no tenés necesidad de complicar estos momentos, pero lo sabés: soy mamá, y algo más.
La miré haciéndole entender que no eran necesarias las explicaciones, la había comprendido desde el momento de conocerla. Y la había aceptado. –cómo no hacerlo, cómo no resignarme al cadalso que mereciere con tal de..?
Entrar a esos lugares siempre produce un cierto escozor, más cuando instintivamente se mira alrededor para comprobar, cerciorase de la presencia de una mirada, una mueca conocida.
Hice el trámite del conserje rápido, no me des vueltas chabón, dame lo que pido, nro de habitación y listo, te pago ahora, te pago después, no importa. No me demores a las 9 de la mañana.
Por suerte, los pasillos estaban desolados. Yo padecía su intranquilidad, no quería ser espectador de su actuación, quería estar dentro de ella. Ser el motivo.
Dentro del cuarto, cuando se cierra la puerta y listo, ya no existe mundo. Sonrió.
No nos apuramos, demoramos el tiempo. Nos gustaba descubrirnos lentamente, estirando cada segundo en que un nuevo pliegue de piel asomaba. Y nos paladeábamos, nos embriagábamos a cada centímetro descubierto.

La última media hora, la dedicó a darme los regalos que había preparado durante la semana.

Recién a la noche, cuando llegué a mi casa, volví a abrirlos. No me apresuré a quitarles el papel que los cubría, aún conservaba mi piel impregnada de su aroma, no necesitaba recordarla.
La tenía en mí, y me acompañó hasta terminar ese día. Y me despertó a la mañana siguiente.

Del día de mi cumpleaños.

23/7/07

vigilia

Se apoyó en la baranda del balcón y miró la madrugada. No estaba a una altura significativa como para ver la ciudad pero, aún así, imaginó los edificios dormidos. Los hombres y mujeres dormidos. Los perros, canarios y felpudos dormidos. Las radios y las tostadoras. Los jabones y los fósforos. Los anteojos, las hojas de papel y las tazas dormidas.
Seguramente ella -su piel- estaría brillando contra algún reflejo de la penumbra, otorgando tonos azules y oscuros a su cuerpo delgado y firme tendido entre sábanas agitadas. Y sus ojos no estarían cerrados como el resto de la ciudad; sino que su retina estaría dibujando siluetas infantiles en el techo de su cuarto.
Él, desde su balcón, trataba de recordarla creando, dibujando su imagen sobre el empedrado áspero, y así poder guardarla con aquella figura adolescente -sus piernas desnudas abrazando su cintura-.
Sabía que ella no dormía. Porque dormir implicaría despertarse; y eso -despertar- sería el final del encuentro.
Aún permanecía mareado por el aroma de su pelo. Aún lo sentía lastimar su piel, herida con agujas sutiles. Y las leves palabras, casi lamentos que inundaron su oído durante minutos extensos, horas fugaces, siglos imposibles.
Se esforzó por aislar en su memoria la sensación de pacífica, tibia humedad que registró en el momento en que, lentamente, se instalaba en su interior. Y su quietud –ella-, que procuraba no alcanzar nunca el estallido final, para tratar de mantenerlo dentro de si para siempre.
Y las convulsiones. Y el grito ahogado al verterse uno en el otro.

La madrugada no sentía mas deseos de prolongarse en su recorrida. Las nubes se tiznaron de naranja, y ahí, a su lado en el balcón, un pájaro gorjeó al nuevo día que envolvía en pasado todo lo anterior.
Aún así, no quiso dormirse.
Para no despertar jamás.

21/7/07

huida

La avenida húmeda de rocío recibió sus pasos.
Ella caminó sin prisa, trastabillando algo quizá.
No quiso amanecer en esa almohada ajena, impregnada de sudores inútiles

Encendió un cigarrillo para borrar de su boca
de su lengua, excomulgar de su interior
el sabor de un amor rancio.

Esa no era su noche.

18/7/07

estarán invitados..



Sólo traigan una botella,
apreten el último botón del ascensor
y dejen los zapatos afuera...