23/10/08

Tarde...ya no

Hace apenas unos meses pude recuperar algunos vestigios del pasado. Retazos amarillentos, olvidados como se olvida el olor del mar, o el néctar ajeno exudado, aprendido, bebido en noches en que ni yo ni las cortinas de las ventanas podemos atestiguar cómo sucedieron. Vestigios que si bien eran remotos, daba por descontado que ya no existían, o existían para contradecir mis esfuerzos de olvidarme que alguna vez existieron.
A veces se recuerda un juguete, el olor del plástico, la aspereza o la suavidad que tenía. El tipo de sensaciones que, vagamente, podemos asociar con aquellas primeras experiencias del mundo. Las que fueren.
Aún las jodidas.
Revolviendo viejos cajones encontré cuadernos y libros, los primeros libros, de mi paso por la escuela primaria.
Los encontré sin sorpresa, sin encanto. Como se encuentra un boleto de tren olvidado en el bolsillo de un viejo gabán, como una carta marchita, un frasco hermoso y vacío. Encontrar sin tener la urgente necesidad de hacerlo, casi cuestionando el encuentro.
Aparecieron donde –sabía- debían estar si algún azar del tiempo no se había confabulado para hacerlos desaparecer. Sin entusiasmo los hojee en un principio, y sin saber porqué decidí guardarlos, recogerlos desde su antiguo descanso para traerlos a mis pocas pertenencias actuales, a las nimias pertenencias que intentan fundirse para engendrar un recuerdo. Las que me dicen hoy quién soy, las nuevas, las adquiridas, las recibidas en regalo. Las aprendidas como mías, y extrañas justamente por ello.