10/1/08

amor de verano

Pegó su mejilla a la vidrio.
Había esperado durante dos horas deseando verlo llegar. Pensando que cada minuto era el anunciado para reencontrar sus ojos.
Había esperado en vano.
Por los parlantes una voz grave le indicaba que cualquier espera ya debía darse por terminada.
El oficial que anunciaba el prembarque –siempre vestían de manera impecable- la miró con gesto severo, era la única que faltaba abordar.
Quiso pedir unos minutos, apenas algunos para saberse recompensada en su espera: no puede el alma estar equivocada, él debía llegar.
Las almas no se equivocan, sólo se remontan a un ritmo que pocas veces tiene el compás necesario para dejar que otra alma se ponga a su alcance. Las almas nunca se encuentran, sólo sufren colisiones.
La suya la tuvo hace una semana atrás, en el camino de calles empedradas que rodea la Iglesia de San Francisco, respirando un atardecer salteño rociado con aromas de comidas picantes.
Él caminaba hacia ella desplegando mapas incomprensibles que mantenía arrugados en un morral de cuero que daba lástima. Su ropa desprolija y su incipiente barba de tres o cuatro días le habían hecho apartar la vista en el primer momento, para volverla a fijar a los pocos minutos y ya no volver a evitarla.
Distraído y caminando torpemente, él llegó hasta un banco de la peatonal, miró por un momento esas hojas con dibujos cuadriculares y se sentó dándose por vencido.
-Hola, estás perdido? se había animado a pronunciar, tratando de disimular el temblor de sus palabras.

Ahora, en un aeropuerto inundado de soledades que partían, ella le tendió su boleto al oficial impecable con ojos a punto de estallar de dolor. Apretó sus muelas conteniendo la sal herida mientras manos certeras y frías cortaban el billete de embarque, alejando las posibilidades, las sonrisas mordidas, las miradas que no juraron volverse a encontrar.
Caminó por la manga contando sus pasos, recordó cuando sus pies recorrían caminos arenosos al lado de aquellas botas gastadas, mirando la sombra de las manos tomadas.
Quiso volver, sabiendo al mismo tiempo que sería en vano. Se acomodó en el asiento sabiendo que todo, hasta irse, sería en vano.
Ya no volvería a encontrarlo, ya no amanecería luego de noches hamacadas desde balcón del hotel, compartiendo el café y los besos, las sábanas y la ducha, las siestas suspendidas por urgencia de la piel, los párpados cansados por el amor sin promesas.
Y se volvería a encontrar, cuando el avión ya tocara tierra nuevamente, con su propia boca huérfana, con sus manos acariciando otros hombros sin sentido, con su risa añeja.
Con su deseo con arritmia y un verano ya vencido.