29/11/07

partida

Subí al micro y me acomodé, me recosté en el asiento. Sentí la calidez del tapizado de inmediato; y allí estaba la ventanilla. Absolutamente muda, infinita, mía.
Miré sin ver una continua procesión de aconteceres ajenos, tratando de detenerme en alguno. Quizá una mano saludando con prisa, quizá alguna mirada que comenzara a extrañar, quizá una sonrisa que intentaba ocultar un llanto. Quizá el mundo partiéndose en dos, o en mil pedazos.
Por unos segundos la imaginé a ella viajando en su micro.
Haberla visto hasta hace apenas unos minutos, apenas dejar de ser ella y transformarse en alguien más. Sólo alguien más que viajaba en dirección contraria, alejándonos el uno del otro, observando también sin ver por su ventanilla, quizá con ojos húmedos.
Y volví a mí, a mi asiento cálido que se acomodaba a mi cuerpo como alguna vez se acomodó una espalda a mi forma, o yo a ella. Como se acomodó su boca a la mía.
Mi mano a su piel.
Mi espina a su risa.

Las partidas siempre son sublimes, agónicas. Sabiendo, sin querer saberlo, procurando evitar tomar conciencia de ello, que atrás quedarán , para no volver a verlas jamás, las calles caminadas, las sábanas arrugadas, las copas acariciadas. Las palabras oídas al pasar, lo olores paladeados hasta desmenuzar su origen.
El sol iluminando todo, todo, se dejaría allí y no se recuperaría jamás. Y es tremendo eso.
Dejar pedazos de uno mismo en rincones, en veredas, camas, platos que nadie intentará recuperar, y que uno mismo abandonará como descamándose la piel en ellos.

El primer sacudón del micro, el ansiado y a la vez maldecido primer movimiento de la partida deja la ahogada sensación de mudez indecible, de pérdida incondicional de todo aquello que quedará desparramado, esparcido sin más valor, como las gotas de café que quedan chorreando desde el borde de una taza.
Lágrimas en la lluvia.

Siempre son silenciosas las partidas, y no por falta de sonidos, sino por hermetismo del cerebro a registrarlos. El marchar debe ser incoloro, insípido. Inmaculadamente sordo.

El telón oscuro del otro lado de la ventanilla se fue opacando. Se completaban las ausencias de los sentidos: ceguera, mudez, sordera.
Ni siquiera el corazón latía.

Ni siquiera nada dolía.

17/11/07

después

Se alisó el cabello como tendiendo una ligera sábana, dejándolo caer suave, sumiso a su naturaleza, descansando en aquella posición en la que el aire le indujera ser.
Confió en ello y no hizo más retoques.
Entrecerró los ojos un segundo, casi dos, para luego abrirlos grandes –como dos ojos grandes- acomodando sus párpados a la luz que desde el ventanal pregonaba la claridad reinante en la vereda.
Se irguió lenta pero sin duda, como acomodando cada articulación, antes dislocada, relajada, derretida en un remolino de huesos, piel, líquidos y labios encontrados, para incorporarse con solemne atención de sus fuerzas.
Sus manos volaron abanicando el aire, inventando formas mientras besaban el espacio, ese que en un momento, lo sabía, se haría extenso. Irremediable, indefectible.
Salió un suspiro por su boca, para luego llenar los pulmones con aire ajeno, de ese que hay en todos lados, todos menos en la boca de él
Tragó nuevamente la última lágrima, pero la mantuvo en su paladar para ser acompañada por ella durante los próximos cuarenta o cincuenta pasos.
Giró. Miró de frente todo aquello que no deseaba ver, ásperos paisajes corrosivos, y se encaminó hacia ellos.
No volvió la vista (nunca lo hacía), pero sabía que en el sillón, detrás, dejaba sus entrañas.
Metió, cobijó sus manos en los bolsillos apretando sus uñas contra su piel, guardando las otras vísceras, esas que ahora ocupaban su interior, renovando con aquel trueque el universo escurrido en los labios de él.
Las voces de la vereda la recibieron corrompiendo sus oídos.
Caminó sabiéndose vacía –y llena, pero vacía- para entregarse una vez más (hasta cuándo..!!?) al mundo de los otros.

Aún sus manos se mantienen cerradas.
Allí vive él, e
n cada uno de sus espacios sellados.

11/11/07

Tren de madrugada

Las luces del vagón tiritaban tanto por costumbre como de frío.
Afuera las montañas, que no se veían pero que deberían estar ahí, miraban con ojos agrios la diminuta fila de luces que allá abajo se contorsionaban sacando chispas de los rieles.
El viaje había empezado hacía ya varias horas, y ahora, con los pasajeros dormidos y una brisa helada que se inmiscuía por grietas invisibles, se tornaba monótona y tediosa la incomodidad del asiento.
Me levanté para fumar mientras caminaba por los pasillos desvencijados de éste, el único medio que podía subir las cumbres hasta llegar a las ruinas incas.
Los pasajeros, parroquianos a los que el frío de los Andes ya había endurecido sus rostros desde la juventud, eran el resto de acompañantes en este viaje.
O casi.
Otra turista, distinguible por sus ropas de colores incisivos y ojos claros me miró acercarme, ovillada en su asiento.
Por esas cuestiones de procurar un aliado en los lugares o situaciones en los que, uno sabe, juega de visitante, murmuré un “hola” desconfiando del resultado.
Unos ojos pequeños, que ni siquiera parpadearon, me indicaron el camino hacia el asiento a su costado, del que tuve que despejar el revoltijo de bolsos y ropa que lo cubría para sentarme.
En un confuso inglés-español me habló con frases cortas, acercando su palma a la punta de su nariz enrojecida y helada.
Sus palabras era pausadas, leves, sin manifestar gran inquietud por hacerse entender, pero su mirada, cómplice y tibia, no dejaba dudas de que se sabía cómoda con la compañía.
Estaba viajando ya desde varios meses atrás, recorriendo tierras lejanas, irrisorias, en las que el tiempo se había detenido hacía ya varias décadas.
Yo, inquieto y curioso más por inconformidades que por certezas, viajaba por páramos alejados buscando un sentimiento primigenio, una premisa que me acompañara con más acierto durante mis días que la fútil incidencia de la luz de tubos y el cuello atorado por corbatas con que llenaba mis jornadas allá lejos, en una ciudad que había abandonado sin remordimientos.
En medio de una charla rodeada de silencios, pausas y suaves risas, nos fuimos envolviendo en el otro, con el otro, dentro del otro.
Compartimos un cigarrillo que ella pidió que le acercara a sus labios, con los que rozaba mis dedos postergando la bocanada.
El frío (o su excusa) más el cansancio de un viaje demasiado largo, había logrado en cada uno que pudiera entregarse sin más a un extraño en un mundo extraño y rodeado de demasiados extraños.
Debajo de la manta, que en algún momento ella tendió compartiendo su abrigo, su cuello buscó mi hombro.
En una noche helada, viajando cada uno en una búsqueda en la que prevalecía más el instinto que las convicciones, nos entibiamos en la confianza de hallar otro ser, tan irremediablemente exiliado de su propio mundo, como uno mismo.
Mientras conversábamos a poca distancia uno del otro, con voces apenas audibles, veía sus ojos pasear por mi rostro deteniéndose en mi boca.
Luego de horas de charla, el movimiento del vagón nos adormeció venciéndonos los párpados.

El resplandor de la mañana que penetraba irreverente por la ventanilla me despertó.
Traté de moverme y noté su brazo rodeando mi cintura y su cabello enturbiando mis ojos. Permanecí quieto, intentando no entorpecer su sueño ni el abrigo que nos procurábamos el uno al otro.
Mientras miraba la escenografía que se desplegaba, iluminada por los primeros rayos de la mañana, del otro lado de la ventanilla, medí en el abrazo su cuerpo diminuto ovillado contra el mío.
Despertó con un suspiro.
Sus ojos se fueron abriendo lentos y dibujaron una sonrisa leve cuando reconocieron los míos.
Al llegar a destino, un pueblo apenas visible debajo de tanta tierra y vientos de años, pocas palabras fueron necesarias para acordar buscar juntos un hotel, juntos una habitación.

Y juntos una cama.

7/11/07

no debo

A veces paneo por blogs desconocidos. Bah, no tanto, suelen ser los mismos siempre, y me entrometo cada tanto, no se, veinte o treinta días.
Siempre termino de leerlos y, sin hacer ningún comentario (porque no debo ), me quedo con un vacío de palabras.
Quisiera copiarlos, y hacer figurar un posteo cualquiera, realmente cualquiera porque todos, todos son impecables.
Tampoco lo hago porque no debo.
No sólo me fascino con las palabras, tengo que reconocer un sentimiento más intimo: las envidio.

Podría transcribir cualquier frase, cualquier oración de apenas cuatro palabras de alguno de esos blogs, y sentir que guardan un mundo dentro de ellas, pero no debo.
Podría dar data para que alguien los visite, pero tampoco. No debo.

Y siempre, también, termino con un pensamiento semejante: no escribo más.

Me avergüenza leerme y recorrer montones de palabras sin encontrar una fuerza interna en ellas.
Me enoja poder encontrarla en otras palabras, ajenas.
Porque si la puedo ver allá, significa que puedo, que tengo en algún rincón la capacidad de reconocerlas, pero de ahí a poder sentirla en estas, mis palabras...

Hace unas semanas, me recuerdo amanecer en una escalera de mármol escuchando los gorriones que se despertaban, junto a dos personas amigas, reconociendo precisamente esto: lo que digo no me dice lo que yo quisiera que me diga.
No tanto a quien –respetuosamente y, debo reconocerlo, con mucha sensibilidad- las lee.
Sino a mí.

Me irrito a mi mismo, reconociendo estos sentimientos.
Yo se que esas visitas a esos blogs me ponen en este estado, la cosa es que no lo evito, es totalmente ex profeso visitarlas.

Aunque se que no debo.

Y como no quiero desenojarme, no dejo habilitados los comentarios para este post.

4/11/07

diálogos

Una sombra se apoyó debajo de mí en la vereda.
Se quedó quieta ahí, tan sólo estaba.
Traté de ignorarla y caminé hasta la esquina esperando a la persona que debía encontrar.
No llegaba y miré nuevamente hacia abajo, y ahí estaba.
En esa época todavía fumaba, así que encendí uno para dejar pasar el tiempo o para hacer algo mientras tanto.
A veces, esos mientras tanto sólo sirven para crear agujeros negros. Espacios en donde el tiempo tiende a detenerse ridículo como si no fuese necesario que esa hoja que cae del árbol necesitara llegar al piso tan urgentemente. Nada es tan importante como para que suceda.
La esperaba y demoraba, siempre demoraba. Pero esto, ya había aprendido, formaba parte de la religión femenina, y contemplarla comulgar en ella, desde hacía unos meses me había entibiado los huesos.
Miré y vi que la sombra también había decidido encender uno.
-A vos también te tocó esperar esta tarde? dije al aire, a la nada.
-Siempre que la tenés que esperar vengo más temprano para acompañarte- escuché decir a alguien .
Miré en derredor, la voz había sonado clara, pero no era posible.
Caminé despacio hasta la otra esquina, la tarde se ensanchaba en el sopor de una siesta que se filtraba a través de las paredes de las casas.
-¿Recordás aquella vez que traía una pollera larga y floreada?-
Miré entornando los ojos, sin mover la cabeza. La voz no era para inquietar, tenía quizá un tono algo leve y lento.
La sombra había apagado su cigarrillo antes que yo, y estaba ahora ahí, recostada entre la vereda y la pared con las manos en los bolsillos.
-Te acordás o no!?-
-Sí, la recuerdo, contesté sin mirar nada, quizá levantando la vista hacia la esquina, pero concretamente sin mirar nada.
-Hoy vendrá con esa pollera, pero va a tardar un rato más.-
Saqué una mano del bolsillo y me froté el cuello.
-Podría traer esa o venir vestida de otra manera, dije desdeñando el comentario.
-Traerá esa, estuve con ella mientras se vestía.-
-Porqué no estuviste conmigo, en lugar de estar allá?- pregunté receloso.
Se alejó un poco, pero dejó sus pies pegados a los míos. Aún así, podía escucharla manteniendo el mismo tono, apenas susurrado.
-Hace mucho tiempo que no estábamos juntos- dijo ignorando mi pregunta, o quizá respondiéndola.
-Las lluvias del invierno me cambiaron el recorrido- continuó. -Veo que no engordaste mucho.-
Seguí mirando hacia la esquina, pensé en otro cigarrillo pero me abstuve de sentir más impaciencia.
-Me dejaste olvidada hace tiempo. Quisiste abandonar un pasado, y en el intento me perdiste de vista.-
Siempre me incomodaron las facturas pendientes, esas que acudían de vez en cuando a reclamar una rendición postrera.
-No pude, no tuve tiempo para meter en la valija más que un par de medias y el recuerdo de la pared de ladrillos que me acompañó durante muchas sobremesas, invitada muda a mi cena.-
-Lo sé. La urgencia del exilio de esa vida no te dio permiso a llevarte los retazos de ese tiempo.-
Suspiré.
-Todavía guardo alguna deuda, aunque no sé si es más lícita que mantener una fidelidad conmigo.-
-Fidelidad promiscua-, dijo cortante.
-Ya que sos mi sombra, podrías ser más condescendiente!-
Se estiró hacia la calle, para mirar desde allá si la veía venir con su pollera floreada.
-Estamos juntos desde hace tiempo, y no me hubiese quedado en esa casa sin seguirte.- dijo recostada en el empedrado.
-No tenías más remedio, pero pedirte que me siguieras hubiese sido más egoísta.-
La tarde se estiraba, la tarde y la espera. La tarde, la espera y las palabras susurradas.
-Me costó encontrarte, anduve un tiempo siguiendo rastros que no existían.-
-No se si yo mismo quise saber donde estaba- resoplé resignado.
-Alguna vez le contaste a ella?- pregunté levantando la vista hacia la mancha oscura que se acercó nuevamente hasta mi debajo.
Sonrió (cómo hizo para sonreír?).
-A ella la visito cuando tu necesidad de tenerla al lado te crea el miedo de no volverla a ver.-
Quedé en silencio, mirando la punta de mis zapatos que se estiraban como una mancha de tinta negra sobre los recuadros de las baldosas.
-No quisiera pensar en no volverla a ver.-
-Cuando me dejaste en aquella casa no tuve mucho para hacer, y me dediqué a lavar las sábanas de la resignación que se les quedó pegada.-
-No sabía donde iría cuando me fui, por eso quise partir liviano de equipaje. Dejé varias cosas además de resignación. Tampoco sabía donde iría para encontrarla a ella, ni siquiera que necesitaba encontrarla para recuperar mi sombra.-
Demasiadas cosas no sabía...-
-Algún día contame con quien hablás cuando me estás esperando-, escuché a mi espalda.
Me di vuelta avergonzado al mismo tiempo que reconocía su voz.
Se estiró poniendo los pies de punta para saludarme sonriente, y un golpe de viento movió su pollera así, abanicando la vereda.