26/3/08

Esclavo

He sido esclavo de una piel.
Saberla al alcance de mis dedos provocaba mi total sumisión a sus anhelos.
Sus pliegues, sus aceitados pliegues me han sometido a designios tan burdos como crueles.
El recuerdo de su espalda me provoca insondables angustias y quebrantos.
Sus dedos, sin sangrarme, han dejado cicatrices en mi cuello, medialunas en mis flancos, profundos ríos en mis brazos. Han hurgado en mis secretos. Me ahogaron incontables gritos de espanto. Han callado mis oídos, y prolongado mis espasmos.
Una lengua ha naufragado en mi garganta dejándome agonizante, como un pez en un río irremediablemente árido. Ha estirado mi pellejo hasta herirme. Ha humedecido mis ojos hasta quemarlos, y mi vientre hasta desear mi muerte.
Su cabello flageló mis muslos lacerando la carne hasta los huesos, dejándome inválido y sin fuerzas.
Sus piernas me estrujaron.
Sus pechos me asfixiaron.
Sus hombros tiranos resecaron mis labios.
Su licor fundió mi lengua, y adormeció mi sexo ardiente hasta humillarlo.
Su interior, su ácido interior me ha disuelto en tantas partes, tantos desmayos

Yo era libre antes de rozar su telaraña.
Y su mordida me dejó sin sangre.
Y fui su prisionero sin salida. ..y su esclavo deleitado.

17/3/08

Noche con yapa (interplanet eight)

La noche, generosa, volvió a darle al resto de las noches la duración que le corresponde. Anunciándolo, la luna mostró la mitad de su cara –una sonrisa con demasiados dientes- en medio del cielo desde temprano. No sería una noche más, sino una noche más larga.
Desde el este, norte y sur confluirían los planetas hacia el espacio amarillo, la cabaña patagónica aromatizada en hierbas y que casi siempre se ubica, generosa, en el ojo de la tormenta.
La intensión de variar la dieta por algo con más manos propias en su elaboración llevó, casi sin necesidad de solicitudes o premisas gastronómicas, a compartir cazuelas de pastas que se vaciaron demasiado rápido. Cuando intervienen opiniones, condimentos ahumados (¿) y costumbres dispares venidos desde puntos disímiles de la galaxia, generalmente el producto concretado tiene ese sabor especial de lo ignoto y sorpresivamente gustoso.
Ya éramos viejos conocidos, pero las ganas siempre acuden vestidas con ropas de estreno.
Los que no estuvieron estando siempre, se extrañaron. Los que dejaron su impronta en libros de visitas asistieron silenciosos. De alguna manera estaban todos, todos los que debían estar, como sucede en todo cosmos que se precie de serlo. Aún los planetas lejanos haciendo llegar su brillo.
Los pies descalzos, la ropa oriental, las sandalias contrastando con uñas siempre rubí y los paseos erráticos viajaron por 6 horas entre mini series, vidas pasadas, cartas astrales con géminis habitando alguna “casita”, masas ostentando derroche de ricor y viajes pascuales hacia lejanas tierras. Los húmedos visitantes nocturnos gobernaban los fugaces traslados de ubicación hasta llegado el momento de la partida.


El transbordador rojo, que esperó paciente bajo la maraña de hojas, despegó dejando escuchar un zumbido. La dueña de casa se ocuparía al otro día de ollas y cubiertos esparcidos en la pileta, y la noche ya no amenazaría con acercar el despertar de los gorriones.
Las almas entibiadas viajarían nuevamente hacia el este, norte y sur, sabiendo que la distancia, que a veces se estira irremediable, es sólo un espacio de tiempo.
Jamás un vacio de intenciones.

7/3/08

Inocente historia marina

Érase en un cierto tiempo, alguna vez, una playa. Casi una cualquiera, tampoco una paradisíaca, sino una playa cualunque, acariciada por olas de un océano bastante cálido. Solitaria, totalmente deshabitada... o por lo menos a simple vista, ya que de vez en cuando alguna medusa decidía saciarse de sol en su arena.
Esta playa, olvidada del resto de la inmensa vastedad del mar, había sido signada por algún dios sensible para que en su arena, en su ardiente y blanca arena, fueran a dejar su osamenta algunos caracoles que tuvieron una mejor jornada en tiempos pasados. Días de mecerse con las corrientes, de revolotear en el lomo de los delfines, de jugar a las escondidas en el esqueleto de algún barco naufragado.
El hecho es que, a esta playa iban a yacer aquellos caracoles, con sus colores aun radiantes, sus nácares aun lustrosos, para pasar sus últimos momentos de vida al rayo abrigado del sol.
Cierta vez se dirigían a esta alfombra de arena que se dejaba humedecer los labios con la espuma de las olas, dos caracoles. Pero no iban juntos, sino cada uno provenía de algún rincón muy distante del otro. Ninguno sabía que otro caracol, al mismo tiempo, se dirigía a la misma playa.
Ellos era bien distintos... o no tanto, pero si lo eran en sus colores. Uno, radiante, coronado por una cabellera de algas doradas, pequeño, tímido aunque audaz en su nado. Sus valvas se habrían como una sonrisa ancha, grandiosa, con tantas ganas de conocer otros mares, de los que había tenido noticias en sus sueños, pero desconfiando que fuesen realidad, había decidido encaminar sus pasos hacia la playa.
El otro, sereno, lánguido, de movimientos dosificados y medidos, sabiéndose capaz de mucho, pero desconfiado de nadar grandes distancias si no existía en el otro extremo alguna razón de lo hiciera sentir útil, necesario... vivo en definitiva. Con grandes sueños de los que no dudaba, y colores profundos que sólo deseaba mostrar a quien lo observara con otra mirada, y no con la cotidiana y abúlica de cualquier marea.
Estos dos caracoles, faltando algunos metros para llegar a la playa, llegaron a ponerse a la par... y se miraron.
Y ambos detuvieron su nado. Primero de manera distraída, mirando hacia el fondo o a los peces que pululaban a su alrededor, luego con la mirada mas atenta hacia el otro. Hasta que se saludaron y dejaron escapar alguna burbuja de su interior.
Y el caracol de sonrisa ancha se mordió una uña. Y el de movimientos medidos miró con mas atención.... y soñó.
Se acercaron uno al otro, y ambos, sin pensarlo demasiado, dejaron escapar un “hola”, aunque el movimiento de las olas, frenéticas a medida que se acercaban a la orilla, les impedía rozar sus caparazones, y los mantenía a distancia.
Ambos decidieron cambiar sus rumbos, no ya hacia una playa para bañarse en los rayos del astro dorado, sino probando nadar algunos metros mar adentro, pero juntos.
Juntos.
El temor los paralizaba de a uno por vez en su osadía. El miedo de confiar nuevamente. Pero sólo era necesario que el otro dejara escapar alguna burbuja, algún rictus de su boca para hacerle saber, a quien dudara, que nadar mar adentro no era sólo una aventura sino que era saberse al lado de otro caracol que valorara sus esfuerzos de nadar, que ayudara cuando las corrientes se ponían en contra, que protegiera el delicado nácar del interior del otro simplemente por haber encontrado en sus colores la magia.
....
No se los volvió a ver acercándose a aquella playa. Quizá estén juntos, jugando con los camarones y los delfines, conteniéndose en sus temores de peces hambrientos, y acompañándose por esos mares que ambos habían soñado, pero que necesitaban encontrarse para recorrerlos.