4/5/09

Bar

Miraba hacia la ventana enfrente suyo. Casi no importaba que pasaba del otro lado.
El rectángulo recortado contra la pared ambarina, opaca de grasas hastiadas, meticulosas y lentas como la hiedra, era lo que miraba casi sin atención pero con fijeza.
Veía un reflejo, eso sí: su propio reflejo en el vidrio mugriento de mil humos.
Si llovía del otro lado o si el mundo se desintegraba en innumerables llantos lastimeros no importaba.
Un retazo cuadrado lo aislaba de su agujero cuadrado, sin pasados y sin futuros, iluminado por la luz cuadrada, apoyado contra la mesa cuadrada, revolviendo metódicamente dentro de la taza, pálida y regordeta, que se aburría delante suyo.

Fue, luego de un rato largo de mirar sin ver, que un remolino caprichoso del otro lado del vidrio desenfocó –enfocando- sus ojos en los rizos de un cabello fuego que se detuvo huyendo de la lluvia -o del llanto- pegoteándose desprolijo contra la ventana.