11/9/09

Morfeo acunando a Tánatos.

Una habitación con una escalera, sólo una escalera hacia abajo, y ninguna otra salida.
Allí abajo hay 2 o 3 personas, posiblemente hombres. Miran, no hacia arriba donde estoy sino hacia una pared a través de la cual debería continuar otra habitación, que no continúa. Hay sólo una pared.
Y en la pared una plancha metálica, del tamaño de un cuadro mediano, mas o menos de este tamaño, a
sí. Dorada.
En ella hay símbolos escritos, letras de un alfabeto desconocido pero que desde arriba de la escalera veo y sé que puedo comprender.
Arriba, conmigo hay dos hombres. Uno de ellos ciego, con delantal de médico. El otro simplemente tiene pinta de esbirro.
Hay un tercero, no, dos que son mis amigos, compañeros o algo así, como que estamos del mismo lado ya que el médico ciego y su lacayo son algo semejante a una amenaza.
Una amenaza en contra mía
directamente. No registro cual es el peligro pero guarda una interna, personal e indeclinable decisión entre dos alternativas. Una es que yo reciba la inyección de un compuesto denso, gris y opaco del cuál veo la fórmula escrita en un pizarrón (termina con –3C).
Yo, que sé cual es el riesgo, acepto la inyección (me conozco interiormente, lo se antes de exclamar mi decisión: tengo terror de esa aguja).


El médico ciego me desnuda el brazo y lo toma firmemente. Veo la aguja, un acero atroz que se acerca a mi brazo y me pregunto cómo siendo ciego puede saber donde hincar ese artefacto. Y lo hace, y se asegura de hacerme llegar la aguja casi hasta el hombro de tan larga, de tan repulsiva.
Sigo reconociéndome: tengo que disimular mi terror. Tengo que controlar los movimientos nerviosos que me hacen mirar hacia otro lado. Controlar mis párpados, mis manos encrespadas, mis piernas que se contraen, mi mandíbula que se tensa. Lo sé, debo procurar hacerlo.

Mis ojos trato de mantenerlos serenos cuando en realidad quieren salirse de sus órbitas.
Tengo muchísimo, demasiado miedo, pero no del denso líquido sino de esa aguja que penetra lenta, firme y certera en mi brazo, mientras la mano de aquel ciego me inmoviliza para mantenerme quieto.
Mi preocupación se centra en no dar manifestaciones de tremendo terror que estoy sintiendo.
Y no puedo. No puedo, interiormente, dejar de sentir un horror infinito.