Intolerante. Eso define perfectamente un estado de ánimo.
Y tampoco es necesario apaciguarlo, reducirlo, domarlo de
alguna manera. Me sienta bien ser intolerante.
Ya no tengo una edad en la que puedo disculpar alegremente una nimiedad
para otros, porque ya no me queda mucho por vivir, mucho en relación a tiempo. En
cuanto a intensidades aún son un infante.
No tolero la intromisión, el exabrupto sin sentido, la
blasfemia solo por el regocijo de interponerla en un diálogo. El “perdón”
siempre, siempre es tardío. Y vano. Es similar a la circunstancia inverosímil de
ofrecerle solo una curita a quién se le ha descargado un cargador completo de
un fusil, partiéndolo en dos o en cinco. Es un resarcimiento banal, cínico
incluso. Se dice “perdón” con una facilidad demasiado vacía, demasiado nada. Es
más sencillo decir “perdón” que ponerse en la actividad neuronal de la escucha,
de la mirada, de la percepción del acontecer. Es más fácil que pensar, en
definitiva.
Y no me agradan los holgazanes. Ya, a esta edad mía, donde
no me queda mucho tiempo de continuar en ella, me puedo permitir hacérselos
saber. No llegan a irritarme, solo me estorban en mi devenir.
Y las interrupciones son parte de ello. Es el respeto
diluido en una urgencia falaz. Interrumpir una idea tratada de gestar en
palabras, en hechos, es un insulto. Y el resarcimiento de ello, el “perdón” no
es suficiente.
Odio al mundo, y a quienes el mundo ha bifurcado de su
natural sentido en la convivencia.
Sépanlo. Y no pidan disculpas, porque ya será tarde.