9/9/20

Con gusto a poco

Curioso. Cuando he estado en brazos de Venus, cuando me he sentido somnoliento por dormir entre nenúfares que serenaban mis días, no hube escrito nada transcendente. También transcurrieron largas épocas de mudez, que algún espíritu distraído puede confundir con silencio, y no. El silencio en mis días, mis años, significa otra cosa, otro pensar, sentir. Otro percibir. La mudez que refiero es la que originó el estado de corazón calmo, de enamoramiento en fin.

Esos tiempos no generaron ideas que, hoy, puedan llegar a denominar como interesantes para mi vida.

Si, los momentos fueron cálidos y de una falaz armonía, sí. Pero no alcanzaron para amainar el espíritu, y quizá eso es lo terrible, lo portentoso del concepto que me guardo para determinar que el amor es una amapola que adormece. Y posiblemente no es mucho más que eso. Una mentira que nos mantiene latentes, con ganas, expectantes, pero una vez arribados a esas tierras, notamos íntimamente – y nos rehusamos a admitir en público-  que nos contentamos con esos pocos instantes que nos guiaron por años hasta conseguirlo, y nos resultaron  que tenían gusto a poco.

Guarda el hilo que no se entromete entre estas palabras la soledad, que puebla desde hace tiempo pero por propia decisión, mis días. No. Y es justamente la soledad  la que abre el pensamiento. La soledad que crea, genera y funda un mejor entendimiento; no la otra, la dolida, la padecida por ausencias de otros seres o de ganas, la soledad sin sal ni color.  

Pero lo curioso con lo que empecé manifestando este corto relato, es que aquello que pesa, aquello que tiene contundencia, no se generó en el estado de feliz enamoramiento. Y no porque no hubiesen tenido, esos momentos, el peso necesario – estoy dudando si reemplazar la palabra “necesario” por “fundamental”-  para producir un ser, un individuo madurado hacia la más válida proyección de su ser. El amor es una convicción que no nos alcanza, pero que la enarbolamos para suplir nuestra falta de, justamente, convicciones.  Es más fácil –y menos doliente claro, aunque nos disfracemos de seres arruinados porque un amor  en el que creímos, nos engañó-  pasar sobre la arena dejando un simple rasguño como huella, y regocijarnos con tan poco, que hundir nuestros pasos entregando la sangre en ellos.

O hacer que nuestra vida sea eso: dejar la sangre en ellos.