18/12/07

marinos

La nave zarpó silenciosa mientras
casi como de costumbre, amanecía una vez más.
No hubo pañuelos en alto
ni lágrimas contenidas en el muelle.
de hecho parecía tan desierto a espaldas de la nave
como el mar desierto por delante
como el cielo desierto por encima.
Aún así
los hombres a bordo permanecieron
apoyados en la baranda
mirando con ojos duros
como el aire fantasmeaba los techos
hasta que el horizonte hambriento
engulló de un bocado el puerto
y las casas
y la ciudad.
Luego levantaron la vista
hacia las velas saciadas de viento.

Partir siempre era una constante.
El viento parte, los soles, la sal
la piel de las manos,
el alma de los huesos,
la risa de los labios,
sólo quedan las ropas vacías
sombras de harapos sobre el mar
que nunca volverían –lo sabían-.
Permanecer, volver
originaba un ácido dolor que no callaba
amar era
deshacerse en besos
y sueños
que luego partían.

Nadie es dueño de las caricias
ni la mano que las provoca,
ni la piel que se adormece a ellas.

11/12/07

recuerdos vagos

Tengo vagos recuerdos del departamento de la calle Guisé.
La primera vez que su ascensor antiguo, enrejado, de madera y hierro me izó desde la planta baja hasta el tercero fue en su compañía, bajo su guía.
Los pasillos cerámicos blancos y negros recibieron mis pasos varias tardes, y enmudecieron cuando me alejé, varias madrugadas.
Nos habíamos cruzado la mirada varias veces en la oficina, nos habíamos atisbado con conversaciones cortas lo suficiente para tratar de estirar un día cualquiera el día laboral, y encontrarnos cuando el cielo ya se vistiera de noche.
Cuando llegamos caminando al parque de Palermo, un banco solitario apenas iluminado por un único farol (que jamás volví a encontrar), nos acunó por horas.
Aunque tengo vagos recuerdos del departamento de Guisé, aquella noche llegamos tarde, sin haber cenado afuera ni habernos detenido dentro del jolgorio de cualquier bar, para no tener más testigos, más intrusos que aquel farol solitario y aquel banco.
El piso de madera, la modesta simetría de los muebles, el calor de un febrero que entraba por todas las ventanas, la ansiedad contenida por el siguiente paso, el temblor de los movimientos, todo anunciaba una noche sin mayores fuegos artificiales que dos personas deseando conocerse durante toda la madrugada.
Su risa era ruidosa, imposible de atemperar de tan ancha y limpia. Y me la regaló en varios momentos, en compartidas confesiones, en incontables coincidencias.
La cena fue sin apuros, liviana y carente de agregados que pudieran entorpecer el natural devenir de los minutos. Nada tenía premura, nada estaba estipulado. Nada debía suceder más allá del preciso momento en que estaba sucediendo.
El aire bostezaba su aliento cálido ante nuestra conversación a media voz.
Recuerdo su mirada sonriente (porque los ojos a veces tienen miradas sonrientes) en el momento que, sin más naturalidad que la requerida para terminar de levantar los platos y cubiertos del mantel, hincó sus dientes en mi cuello sin pasión.
Con furia contenida.
Con delicada presión.
Con certera imprudencia.
-No me mires sorprendido porque no te voy a pedir disculpas- aclaró alegre e irreverente, movida más por sus entrañas que por su hemisferio izquierdo.
El balcón estaba coronado por las ramas de un árbol gigante de la vereda, que me asomé a respirar en su fresco goteo de las luces de la calle.
A mi espalda, terminó de lavar los platos en la cocina y apagó las luces.
Todas.
Quedando sólo iluminados por el reflejo azul metálico que se entrometía por las ramas del árbol.

Aunque los vagos recuerdos que tengo del departamento de Guisé no incluyan específicamente su dormitorio, sí puedo tener presentes las sábanas.
Blancas.
Alborotadas.

Y su pollera cayendo en lento vuelo, para quedar aburrida sobre el piso de madera.