Así, como si fuera un chasquido pero sin “chas”. O sea sin
ruido, como si el aire (o el éter como sostenían hace tiempo) se abriese para
consumirlo como una medusa consume un bocado de alimento, de esa manera tan
artera y sigilosa que puede pasar desapercibida si uno mismo no se percata que
ha sucedido algo, algo que provoca una ausencia que antes no era tal, y uno
solamente tomaba como natural el hecho que la presencia no tenía
cuestionamientos, solo estaba ahí – o allá, pero estaba-. Así se disuelve algo –o
alguien, pero me mantendré precavido mencionándolo aún como “algo”- del
permanecer cotidiano, o al menos periódico, pero sólido, tangible, palpable y
manoseable. Degustable y ostensible, para el caso, aunque también irritable
pero sólo a veces – que eran las menos-.
Y como corresponde, no corresponde hacer preguntas, porque,
lo sabemos, las palabras son un engendro de los impíos demonios destructores
del alma. No es necesario ejercitar palabras cuando ya algo que hay dentro de
cada ser comprendió con toda certeza cada vericueto de la cuestión, y ni
siquiera pidió ayuda al idioma para categorizarlo, sólo lo vivió como era:
degustable, palpable e irritable.
Qué maravilla no necesitar palabras entre seres que saben
escuchar la majestuosa música de la ausencia de ellas.
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