23/9/07

Viaje al interior -nuestro-.

Encontrarnos la tensionaba.
Ya me lo había explicado la primera vez, y no necesite reiteraciones. Sabía de su situación, los riesgos de caminar por cualquier calle donde la reconociera quién sabe quién, cualquiera.
Y reconocerla sería, paso siguiente, vivir con el temor.
Temer nos anuda las palabras, nos dosifica el aire que ingresa en los pulmones a dosis pediátricas.
Tememos a que el mundo nos caiga encima, y que no nos mate, sino que nos increpe.
Que comiencen a sonar palabras que nos presionen como tenazas implacables.
No tememos por nosotros, tememos por tener un sentimiento gigante que nos paraliza ver disolverse, junto con las demás pequeñeces que nos acunan en cada desayuno.
Tememos quedar vivos y vacíos, hasta de dolor.

Acordamos tener pequeños viajes. Lo suficientemente cerca para no perder el deseo, y lejos para sabernos sin nombre, sin historia.
Al bajar, la primera vez, del micro nos tomamos de la mano. Jamás lo habíamos hecho.
Me regaló un beso al sol.
Caminamos las pocas cuadras que nos separaban de nuestro mundo privado riendo con carcajadas anchas, sonoras. Grandotas.
Nos detuvimos –teníamos premura por estar solos, pero nos detuvimos- mirando casas viejas, balcones otoñales, postigos ajados. Nos volvíamos ingenuos, adolescentes maravillados con la tibieza de la vida.
Cuando entramos, sus ojos brillaban de alegría.
Su cuerpo no tenía prisa, y postergó cada momento, cuando ya el tiempo no era tan importante como la distancia.
Me atormentó por horas.
Me asfixió durante siglos.
Me ahogó en innumerables marejadas.

Cuando volvíamos, en el micro que cobijaba las últimas caricias, yo pensaba mientras ella jugaba –como siempre la dejaba hacer- con mi ansiedad.
Pensaba que sí, había encontrado el lugar. El mío.
El lugar donde fijar mi residencia, donde amanecer luego de madrugadas húmedas de zozobra. El lugar que me beatificaba, me excomulgaba de sabores rancios.

Un lugar sin ladrillos.



(Gestado hace varios días, en el rebote de mis palabras encontré las cuatro que faltaban. Gracias)

13/9/07

parque lezama

Como una nuez escapada, caída de la mesa de las navidades, olvidada en un rincón, lejos de la algarabía de las doce. Sola y borracha de magia, la encontré una madrugada en una calle cualquiera de San Telmo.
Mientras caminaba y me acercaba a ella sentí su mirada que contaba mis pasos, y una voz honda y suave me pidió fuego cuando estuve a su lado.
Me quedé mirándola con mas curiosidad que oportunismo. Su pelo negro emanaba uno de esos perfumes leves e increíbles que crean esa incierta atmósfera de misterio alrededor de quien lo usa. Su vestido, sedoso y breve, marcaba una figura delgada y vibrante que no necesitaba exagerar sus movimientos para destacar sus formas.
- De tanto fuegos fatuos que rondan esta noche, solo necesito un fósforo, dijo mostrándome un cigarrillo entre sus dedos blancos y largos.
Su mirada era firme y una brisa suave acarició un mechón de su pelo así, al descuido, de tan lacio que caía sobre sus hombros.
Le dije que no tenía y, sin parpadear ni dejar de mirarme, tiró el cigarrillo al costado con un –da lo mismo. Quizá tu presencia me acompañe mejor que la del humo.
Le ofrecí, a cambio, tomar algo en cualquier lugar de por ahí, midiéndola en cada palabra.
Aceptó pero, -después de caminar un rato, dijo. Y en silencio se abrazó a mi brazo.
Caminamos algunas cuadras sin palabras hasta que el Parque, oscuro, se tropezó con nosotros.
Nos paramos en la esquina (Defensa y no se que..) y mirando al frente, a un punto fijo en la profundidad de Lezama, susurró:
-Tu silencio es mucho más que lo que merezco. Hay noches agónicas que no necesitan sonidos, noches terribles que necesito compartirlas sin palabras.
-Quiero perderme en vos esta noche.

Su mano se apoyó dictadora contra mi nuca. En un movimiento certero sus piernas interminables se enroscaron en mi cintura, y empujó con fuerza su boca contra la mía.
En silencio, su respiración se hundió profundo y estrujó su sexo contra el mío mientras se movía lenta sobre mis piernas.
El Parque giraba alrededor mientras, en un abrazo caótico y caliente, nos íbamos disolviendo uno en el otro.
Subió su pollera y tiró de mi cinturón desabrochando con furia el botón y el cierre.
Su deseo era urgente y sin preámbulos. Su mano me condujo certera hacia el centro de su ansiedad, mientras sus ojos incendiados se mantenían fijos en los míos.
Arqueó la espalda, y mi esfuerzo por sostenerla y hundirme mas allá, provocó que nos abrazáramos con tal fuerza que ambos gemimos ante el dolor mismo del abrazo.
Parados y enroscados como animales salvajes, nos escapábamos de aquella noche hacia mundos de soles ardientes e instintos incendiados (que me importa lo demás si tengo entre mis piernas y dentro de mi boca y alrededor de mis brazos todo lo que necesito).
Con los rostros empapados de sudor y saliva nos derramamos cada uno en el otro con convulsiones sordas mientras mordíamos nuestro estallido ahogado en la boca del otro.

Nos quedamos respirando juntos, húmedos y agotados, hasta que alguno recuperó la razón.
Con sus dedos blancos me dejó un beso de distancia sobre los labios.
Y se alejó en silencio, dejándome solo.

Borracho de magia.

2/9/07

desencuentro

Una hoja de papel hecha ceniza, de esa manera había quedado.
Al encontrarnos sonrió, como si nunca antes lo hubiese hecho. Pero no convenció a nadie, ni siquiera a ella misma.
Sus silencios ya no guardaban misterios, ni siquiera eran relajantes. Sólo eran silencios de falta de argumentos, de escasez de palabras, de nada de sentimientos.
Ya se habían hecho casi las 3 de la mañana y todavía deseaba retenerme, a pesar que ya llevábamos muchas horas tratando de recordarnos cómo éramos hace varios años atrás.
Y ninguno había podido reencontrar a la persona que había dejado en un vagón del subte de palermo, con las puertas cerradas interponiéndose entre ambos.

Trato de recorrerme con su índice, traté de paladearla con la lengua. Tratamos de reconocer mi aliento, su licor, nuestra humedad.
Sus manos habían perdido la intuición, buscaban en lugar de evocar.
La magia de la piel había quedado colgada en algún picaporte. Olvidada, desperdiciada.
No está enfrente de cada uno la misma persona que se podía llegar a identificar, hasta por el gusto salado de la lágrima.
No éramos nosotros.
Y de a poco, negándolo al mismo tiempo, nos íbamos decepcionando a medida que transcurría la madrugada que afuera boqueaba ahogada en lluvia.
Ya se iban agotado los últimos estertores del deseo junto con la botella y los cigarrillos.
Hasta casi ya eran difusas aquellas imágenes de veranos calientes, despertadas en colchones en el piso, confundidos en sudor, saliva y otros líquidos. Que se transformaban en almuerzos desnudos e impúdicos, y continuaban con siestas de borracheras paganas y baratas.
Algún cigarrillo compartido, y un labio mordido por el otro conformaban la resaca de la tarde.
Y la noche era un disfraz de anonimato donde jugábamos por la calle a seducir a la otra persona que actuaba como desconocida.
Y era más, hubo mucho más.
Pero ahora, en esta noche que ya nos estaba cansando de tan larga que se tornaba, aquellos seres se habían disuelto en alguna bañera lejana y desconocida, o se habían volatilizado con el calor de otros soles de otras tierras.
Al despedirnos, cuando el día comenzó a brillar contra el empedrado mojado, no hubo necesidad de palabras.

No quedaba ninguna.